PÁGINAS FALTANTES
Cien años de soledad Gabriel García Márquez
Al ser imposible conseguir el audio faltante entre el video 8 y 9 transcribo el texto
(…)
La tuvieron por una gran muñeca decrépita que llevaban y traían por los rincones, disfrazada con trapos de colores y la cara pintada con hollín y achiote, y una vez estuvieron a punto de destriparle los ojos como le hacían a los sapos con las tijeras de podar. Nada les causaba tanto alborozo como sus desvaríos. HASTA AQUÍ VIDEO NÚMERO 8
ESTAS SON LAS 33 PÁGINAS FALTANTES (DE LA 135 A LA 169) PARA CONTINUAR CON EL VIDEO NÚMERO 9:
En efecto, algo debió ocurrir en su cerebro en el tercer año de la lluvia, porque poco a poco fue perdiendo el sentido de la realidad, y confundía el tiempo actual con épocas remotas de su vida, hasta el punto de que en una ocasión pasó tres días llorando sin consuelo por la muerte de Petronila Iguarán, su bisabuela, enterrada desde hacía más de un siglo. Se hundió en un estado de confusión tan disparatado, que creía que el pequeño Aureliano era su hijo el coronel por los tiempos en que lo llevaron a conocer el hielo, y que el José Arcadio que estaba entonces en el seminario era el primogénito que se fue con los gitanos. Tanto habló de la familia, que los niños aprendieron a organizarle visitas imaginarias con seres que no sólo habían muerto desde hacía mucho tiempo, sino que habían existido en épocas distintas. Sentada en la cama con el pelo cubierto de ceniza y la cara tapada con un pañuelo rojo, Úrsula era feliz en medio de la parentela irreal que los niños describían sin omisión de detalles, como si de verdad la hubieran conocido. Úrsula conversaba con sus antepasados sobre acontecimientos anteriores a su propia existencia, gozaba con las noticias que le daban y lloraba con ellos por muertos mucho más recientes que los mismos contertulios. Los niños no tardaron en advertir que en el curso de esas visitas fantasmales Úrsula planteaba siempre una pregunta destinada a establecer quién era el que había llevado a la casa durante la guerra un San José de yeso de tamaño natural para que lo guardaran mientras pasaba la lluvia. Fue así como Aureliano Segundo se acordé de la fortuna enterrada en algún lugar que sólo Úrsula conocía, pero fueron inútiles las preguntas y las maniobras astutas que se le ocurrieron, porque en los laberintos de su desvarío ella parecía conservar un margen de lucidez para defender aquel secreto, que sólo había de revelar a quien demostrara ser el verdadero dueño del oro sepultado. Era tan hábil y tan estricta, que cuando Aureliano Segundo instruyó a uno de sus compañeros de parranda para que se hiciera pasar por el propietario de la fortuna, ella lo enredó en un interrogatorio minucioso y sembrado de trampas sutiles.
Convencido de que Úrsula se llevaría el secreto a la tumba, Aureliano Segundo contrató una cuadrilla de excavadores con el pretexto de que construyeran canales de desagüe en el patio y en el traspatio, y él mismo sondeó el suelo con barretas de hierro y con toda clase de detectores de metales, sin encontrar nada que se pareciera al oro en tres meses de exploraciones exhaustivas. Más tarde recurrió a Pilar Ternera con la esperanza de que las barajas vieran más que los cavadores, pero ella empezó por explicarle que era inútil cualquier tentativa mientras no fuera Úrsula quien cortara el naipe. Confirmé en cambio la existencia del tesoro, con la precisión de que eran siete mil doscientas catorce monedas enterradas en tres sacos de lona con jaretas de alambre de cobre, dentro de un círculo con un radio de ciento veintidós metros, tomando como centro la cama de Úrsula, pero advirtió que no sería encontrado antes de que acabara de llover y los soles de tres junios consecutivos convirtieran en polvo los barrizales. La profusión y la meticulosa vaguedad de los datos le parecieron a Aureliano Segundo tan semejantes a las fábulas espiritistas, que insistió en su empresa a pesar de que estaban en agosto y habría sido necesario esperar por lo menos tres años para satisfacer las condiciones del pronóstico. Lo primero que le causó asombro, aunque al mismo tiempo aumentó su confusión, fue el comprobar que había exactamente ciento veintidós metros de la cama de Úrsula a la cerca del traspatio. Fernanda temió que estuviera tan loco como su hermano gemelo cuando lo vio haciendo las mediciones, y peor aun cuando ordenó a las cuadrillas de excavadores profundizar un metro más en las zanjas. Presa de un delirio exploratorio comparable apenas al del bisabuelo cuando buscaba la ruta de los inventos, Aureliano Segundo perdió las últimas bolsas de grasa que le quedaban, y la antigua
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semejanza con el hermano gemelo se fue otra vez acentuando, no sólo por el escurrimiento de la figura, sino por el aire distante y la actitud ensimismada. No volvió a ocuparse de los niños. Comía a cualquier hora, embarrado de pies a cabeza, y lo hacía en un rincón de la cocina, contestando apenas a las preguntas ocasionales de Santa Bofia de la Piedad. Viéndolo trabajar en aquella forma, como nunca soñó que pudiera hacerlo, Fernanda creyó que su temeridad era diligencia, y que si' codicia era abnegación y que su tozudez era perseverancia, y le remordieron las entrañas por la virulencia con que había despotricado contra su desidia. Pero Aureliano Segundo no estaba entonces para reconciliaciones misericordiosas. Hundido hasta el cuello en una ciénaga de ramazones muertas y flores podridas, volteó al derecho y al revés el suelo del jardín después de haber terminado con el patio y el traspatio, y barrené tan profundamente los cimientos de la galería oriental de la casa, que una noche despertaron aterrorizados por lo que parecía ser un cataclismo, tanto por las trepidaciones como por el pavoroso crujido subterráneo, y era que tres aposentos se estaban desbarrancando y se había abierto una grieta de escalofrío desde el corredor hasta el dormitorio de Fernanda. Aureliano Segundo no renunció por eso a la exploración. Aun cuando ya se habían extinguido las últimas esperanzas y lo único que parecía tener algún sentido eran las predicciones de las barajas, reforzó los cimientos mellados, resané la grieta con argamasa, y continué excavando en el costado occidental. Allí estaba todavía la segunda semana del junio siguiente, cuando la lluvia empezó a apaciguarse y las nubes se fueron alzando, y se vio que de un momento a otro iba a escampar. Así fue. Un viernes a las dos de la tarde se alumbré el mundo con un sol bobo, bermejo y áspero como polvo de ladrillo, y casi tan fresco como el agua, y no volvió a llover en diez años.
Macondo estaba en ruinas. En los pantanos de las calles quedaban muebles despedazados, esqueletos de animales cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las hordas de ad-venedizos que se fugaron de Macondo tan atolondradamente como habían llegado. Las casas paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano, habían sido abandonadas. La compañía bananera desmantelé sus instalaciones. De la antigua ciudad alambrada sólo quedaban los escombros. Las casas de madera, las frescas terrazas donde transcurrían las serenas tardes de naipes, parecían arrasadas por una anticipación del viento profético que años después había de borrar a Macondo de la faz de la tierra. El único rastro humano que dejó aquel soplo voraz, fue un guante de Patricia Brown en el automóvil sofocado por las trinitarias. La región encantada que exploré José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y donde luego prosperaron las plantaciones de banano, era un tremedal de cepas putrefactas, en cuyo horizonte remoto se alcanzó a ver por varios años la espuma silenciosa del mar. Aureliano Segundo padeció una crisis de aflicción el primer domingo que vistió ropas secas y salió a reconocer el pueblo. Los sobrevi-vientes de la catástrofe, los mismos que ya vivían en Macondo antes de que fuera sacudido por el huracán de la compañía bananera, estaban sentados en mitad de la calle gozando de los primeros soles. Todavía conservaban en la piel el verde de alga y el olor de rincón que les imprimió la lluvia, pero en el fondo de sus corazones parecían satisfechos de haber recuperado el pueblo en que nacieron. La calle de los Turcos era otra vez la de antes, la de los tiempos en que los árabes de pantuflas y argollas en las orejas que recorrían el mundo cambiando guacamayas por chucherías, hallaron en Macondo un buen recodo para descansar de su milenaria condición de gente trashumante. Al otro lado de la lluvia, la mercancía de los bazares estaba cayéndose a pedazos, los géneros abiertos en la puerta estaban veteados de musgo, los mostradores socavados por el comején y las paredes carcomidas por la humedad, pero los árabes de la tercera generación estaban sentados en el mismo lugar y en la misma actitud de sus padres y sus abuelos, taciturnos, impávidos, invulnerables al tiempo y al desastre, tan vivos o tan muertos como estuvieron después de la peste del insomnio y de las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía. Era tan asombrosa su fortaleza de ánimo frente a los escombros de las mesas de juego, los puestos de fritangas, las casetas de tiro al blanco y el callejón donde se interpretaban los sueños y se adivinaba el porvenir, que Aureliano Segundo les preguntó con su informalidad habitual de qué recursos misteriosos se habían valido para no naufragar en la tormenta, cómo diablos habían hecho para no ahogarse, y uno tras otro, de puerta en puerta, le devolvieron una sonrisa ladina y una mirada de ensueño, y todos le dieron sin ponerse de acuerdo la misma repuesta:
-Nadando.
Petra Cotes era tal vez el único nativo que tenía corazón de árabe. Había visto los últimos destrozos de sus establos y caballerizas arrastrados por la tormenta, pero había logrado
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mantener la casa en pie. En el último año, le había mandado recados apremiantes a Aureliano Segundo, y éste le había contestado que ignoraba cuándo volvería a su casa, pero que en todo caso llevaría un cajón de monedas de oro para empedrar el dormitorio. Entonces ella había escarbado en su corazón, buscando la fuerza que le permitiera sobrevivir a la desgracia, y había encontrado una rabia reflexiva y justa, con la cual había jurado restaurar la fortuna despilfarrada por el amante y acabada de exterminar por el diluvio. Fue una decisión tan inquebrantable, que Aureliano Segundo volvió a su casa ocho meses después del último recado, y la encontró verde, desgreñada, con los párpados hundidos y la piel escarchada por la sarna, pero estaba escribiendo números en pedacitos de papel, para hacer una rifa. Aureliano Segundo se quedé atónito, y estaba tan escuálido y tan solemne, que Petra Cotes no creyó que quien había vuelto a buscarla fuera el amante de toda la vida, sino el hermano gemelo.
-Estás loca -dijo él-. A menos que pienses rifar los huesos. Entonces ella le dijo que se asomara al dormitorio, y Aureliano Segundo vio la mula. Estaba con el pellejo pegado a los huesos, como la dueña, pero tan viva y resuelta como ella. Petra Cotes la había alimentado con su rabia, y cuando no tuvo más hierbas, ni maíz, ni raíces, la albergó en su propio dormitorio y le dio a comer las sábanas de percal, los tapices persas, los sobrecamas de peluche, las cortinas de terciopelo y el palio bordado con hilos de oro y borlones de seda de la cama episcopal.
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XVII
Úrsula tuvo que hacer un grande esfuerzo para cumplir su promesa de morirse cuando escampara. Las ráfagas de lucidez que eran tan escasas durante la lluvia, se hicieron más fre-cuentes a partir de agosto, cuando empezó a soplar el viento árido que sofocaba los rosales y petrificaba los pantanos, y que acabé por esparcir sobre Macondo el polvo abrasante que cubrió para siempre los oxidados techos de cinc y los almendros centenarios. Úrsula lloré de lástima al descubrir que por más de tres años había quedado para juguete de los niños. Se lavé la cara pintorreteada, se quité de encima las tiras de colorines, las lagartijas y los sapos resecos y las camándulas y antiguos collares de árabes que le habían colgado por todo el cuerpo, y por primera vez desde la muerte de Amaranta abandonó la cama sin auxilio de nadie para incorporarse de nuevo a la vida familiar. El ánimo de su corazón invencible la orientaba en las tinieblas. Quienes repararon en sus trastabilleos y tropezaron con su brazo arcangélico siempre alzado a la altura de la cabeza, pensaron que a duras penas podía con su cuerpo, pero todavía no creyeron que estaba ciega. Ella no necesitaba ver para darse cuenta de que los canteros de flores, cultivados con tanto esmero desde la primera reconstrucción, habían sido destruidos por la lluvia y arrasados por las excavaciones de Aureliano Segundo, y que las paredes y el cemento de los pisos estaban cuarteados, los muebles flojos y descoloridos, las puertas desquiciadas, y la familia amenazada por un espíritu de resignación y pesadumbre que no hubiera sido concebible en sus tiempos. Moviéndose a tientas por los dormitorios vacíos percibía el trueno continuo del comején taladrando las maderas, y el tijereteo de la polilla en los roperos, y el estrépito devastador de las enormes hormigas coloradas que habían prosperado en el diluvio y estaban socavando los cimientos de la casa. Un día abrió el baúl de los santos, y tuvo que pedir auxilio a Santa Sofía de la Piedad para quitarse de encima las cucarachas que saltaron del interior, y que ya habían pulverizado la ropa. «No es posible vivir en esta negligencia -decía-.
A este paso terminaremos devorados por las bestias.» Desde entonces no tuvo un instante de reposo. Levantada desde antes del amanecer, recurría a quien estuviera disponible, inclusive a los niños. Puso al sol las escasas ropas que todavía estaban en condiciones de ser usadas, ahuyentó las cucarachas con sorpresivos asaltos de insecticida, raspó las venas del comején en puertas y ventanas y asfixió con cal viva a las hormigas en sus madrigueras. La fiebre de restauración acabó por llevarla a los cuartos olvidados. Hizo desembarazar de escombros y te-larañas la habitación donde a José Arcadio Buendía se le secó la mollera buscando la piedra filosofal, puso en orden el taller de platería que había sido revuelto por los soldados, y por último pidió las llaves del cuarto de Melquíades para ver en qué estado se encontraba. Fiel a la voluntad de José Arcadio Segundo, que había prohibido toda intromisión mientras no hubiera un indicio real de que había muerto, Santa Sofía de la Piedad recurrió a toda clase de subterfugios para desorientar a Úrsula. Pero era tan inflexible su determinación de no abandonar a los insectos ni el más recóndito e inservible rincón de la casa, que desbarató cuanto obstáculo le atravesaron, y al cabo de tres días de insistencia consiguió que le abrieran el cuarto. Tuvo que agarrarse del quicio para que no la derribara la pestilencia, pero no le hicieron falta más de dos segundos para recordar que ahí estaban guardadas las setenta y dos bacinillas de las colegialas, y que en una de las primeras noches de lluvia una patrulla de soldados había registrado la casa buscando a José Arcadio Segundo y no habían podido encontrarlo.
-¡Bendito sea Dios! -exclamó, como si lo hubiera visto todo-. Tanto tratar de inculcarte las buenas costumbres, para que terminaras viviendo como un puerco.
José Arcadio Segundo seguía releyendo los pergaminos. Lo único visible en la intrincada maraña de pelos, eran los dientes rayados de lama verde y los ojos inmóviles. Al reconocer la voz de la bisabuela, movió la cabeza hacia la puerta,, trató de sonreír, y sin saberlo repitió una antigua frase de Úrsula.
-Qué quería -murmuro-, el tiempo pasa.
-Así es -dijo Úrsula-, pero no tanto.
Al decirlo, tuvo conciencia de estar dando la misma réplica que recibió del coronel Aureliano Buendía en su celda de sentenciado, y una vez más se estremeció con la comprobación de que el
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tiempo no pasaba, como ella lo acababa de admitir, sino que daba vueltas en redondo. Pero tampoco entonces le dio una oportunidad a la resignación. Regañó a José Arcadio Segundo como si fuera un niño, y se empeñó en que se bañara y se afeitara y le prestara su fuerza para acabar de restaurar casa. La simple idea de abandonar el cuarto que le había proporcionado la paz, aterrorizó a José Arcadio Segundo. Gritó que no había poder humano capaz de hacerlo salir, porque no quería ver el tren de doscientos vagones cargados de muertos que cada atardecer partía de Macondo hacia el mar. «Son todos los que estaban en la estación -gritaba-. Tres mil cuatrocientos ocho.» Sólo entonces comprendió Úrsula que él estaba en un mundo de tinieblas más impenetrable que el suyo, tan infranqueable y solitario como el del bisabuelo. Lo dejó en el cuarto, pero consiguió que no volvieran a poner el candado, que hicieran la limpieza todos los días, que tiraran las bacinillas a la basura y sólo dejaran una, y que mantuvieran a José Arcadio Segundo tan limpio y presentable como estuvo el bisabuelo en su largo cautiverio bajo el castaño. Al principio, Fernanda interpretaba aquel ajetreo como un acceso de locura senil, y a duras penas reprimía la exasperación. Pero José Arcadio le anunció por esa época desde Roma que pensaba ir a Macondo antes de hacer los votos perpetuos, y la buena noticia le infundió tal entusiasmo, que de la noche a la mañana se encontró regando las flores cuatro veces al día para que su hijo no fuera a formarse una mala impresión de la casa. Fue ese mismo incentivo el que la indujo a apresurar su correspondencia con los médicos invisibles, y a reponer en el corredor las macetas de helechos y orégano, y los tiestos de begonias, mucho antes de que Úrsula se enterara de que habían sido destruidos por la furia exterminadora de Aureliano Segundo. Más tarde vendió el servicio de plata, y compró vajillas de cerámica, soperas y cucharones de peltre y cubiertos de alpaca, y empobreció con ellos las alacenas acostumbradas a la loza de la Compañía de Indias y la cristalería de Bohemia. Úrsula trataba de ir siempre más lejos. «Que abran puertas y ventanas -gritaba-. Que hagan carne y pescado, que compren las tortugas más grandes, que vengan los forasteros a tender sus petates en los rincones y a orinarse en los rosales, que se sienten a la mesa a comer cuantas veces quieran, y que eructen y despotriquen y lo embarren todo con sus botas, y que hagan con nosotros lo que les dé la gana, porque esa es la única manera de espantar la ruina.» Pero era una ilusión vana. Estaba ya demasiado vieja y viviendo de sobra para repetir el milagro de los animalitos de caramelo, y ninguno de sus descendientes había heredado su fortaleza. La casa continuó cerrada por orden de Fernanda.
Aureliano Segundo, que había vuelto a llevarse sus baúles a casa de Petra Cotes, disponía apenas de los medios para que la familia no se muriera de hambre. Con la rifa de la mula, Petra Cotes y él habían comprado otros animales, con los cuales consiguieron enderezar un rudimentario negocio de lotería. Aureliano Segundo andaba de casa en casa, ofreciendo los billetitos que él mismo pintaba con tintas de colores para hacerlos más atractivos y convincentes, y acaso no se daba cuenta de que muchos se los compraban por gratitud, y la mayoría por compasión. Sin embargo, aun los más piadosos compradores adquirían la oportunidad de ganarse un cerdo por veinte centavos o una novilla por treinta y dos, y se entusiasmaban tanto con la esperanza, que la noche del martes desbordaban el patio de Petra Cotes esperando el momento en que un niño escogido al azar sacara de la bolsa el número premiado. Aquello no tardó en convertirse en una feria semanal, pues desde el atardecer se instalaban en el patio mesas de fritangas y puestos de bebidas, y muchos de los favorecidos sacrificaban allí mismo el animal ganado con la condición de que otros pusieran la música y el aguardiente, de modo que sin haberlo deseado Aureliano Segundo se encontró de pronto tocando otra vez el acordeón y participando en modestos torneos de voracidad. Estas humildes réplicas de las parrandas de otros días, sirvieron para que el propio Aureliano Segundo descubriera cuánto habían decaído sus ánimos y hasta qué punto se había secado su ingenio de cumbiambero magistral. Era un hombre cambiado. Los ciento veinte kilos que llegó a tener en la época en que lo desafió La Elefanta se habían reducido a setenta y ocho; la candorosa y abotagada cara de tortuga se le había vuelto de iguana, y siempre andaba cerca del aburrimiento y el cansancio. Para Petra Cotes, sin embargo, nunca fue mejor hombre que entonces, tal vez porque confundía con el amor la compasión que él le inspiraba, y el sentimiento de solidaridad que en ambos había despertado la miseria. La cama desmantelada dejó de ser lugar de desafueros y se convirtió en refugio de confidencias. Liberados de los espejos repetidores que habían rematado para comprar animales de rifa, y de los damascos y terciopelos concupiscentes que se había comido la mula, se quedaban despiertos hasta muy tarde con la inocencia de dos abuelos desvelados, aprovechando para sacar cuentas y trasponer centavos el tiempo que antes malgastaban en malgastarse. A veces los sorprendían los
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primeros gallos haciendo y deshaciendo montoncitos de monedas, quitando un poco de aquí para ponerlo allá, de modo que esto alcanzara para contentar a Fernanda, y aquello para los zapatos de Amaranta Úrsula, y esto otro para Santa Sofía de la Piedad que no estrenaba un traje desde los tiempos del ruido, y esto para mandar hacer el cajón si se moría Úrsula, y esto para el café que subía un centavo por libra cada tres meses, y esto para el azúcar que cada vez endulzaba menos, y esto para la leña que todavía estaba mojada por el diluvio, y esto otro para el papel y la tinta de colores de los billetes, y aquello que sobraba para ir amortizando el valor de la ternera de abril, de la cual milagrosamente salvaron el cuero, porque le dio carbunco sintomático cuando estaban vendidos casi todos los números de la rifa. Eran tan puras aquellas misas de pobreza, que siempre destinaban la mejor parte para Fernanda, y no lo hicieron nunca por remordimiento ni por caridad, sino porque su bienestar les importaba más que el de ellos mismos. Lo que en verdad les ocurría, aunque ninguno de los dos se daba cuenta, era que ambos pensaban en Fernanda como en la hija que hubieran querido tener y no tuvieron, hasta el punto de que en cierta ocasión se resignaron a comer mazamorra por tres días para que ella pudiera comprar un mantel holandés. Sin embargo, por más que se mataban trabajando, por mucho dinero que escamotearan y muchas triquiñuelas que concibieran, los ángeles de la guarda se les dormían de cansancio mientras ellos ponían y quitaban monedas tratando de que siquiera les alcanzaran para vivir. En el insomnio que les dejaban las malas cuentas, se preguntaban qué había pasado en el mundo para que los animales no parieran con el mismo desconcierto de antes, por qué el dinero se desbarataba en las manos, y por qué la gente que hacía poco tiempo quemaba mazos de billetes en la cumbiamba, consideraba que era un asalto en despoblado cobrar doce centavos por la rifa de seis gallinas. Aureliano Segundo pensaba sin decirlo que el mal no estaba en el mundo, sino en algún lugar recóndito del misterioso corazón de Petra Cotes, donde algo había ocurrido durante el diluvio que volvió estériles a los animales y escurridizo el dinero. Intrigado con ese enigma, escarbó tan profundamente en los sentimientos de ella, que buscando el interés encontró el amor porque tratando de que ella lo quisiera terminó por quererla. Petra Cotes, por su parte, lo iba queriendo más a medida que sentía aumentar su cariño, y fue así como en la plenitud del otoño volvió a creer en la superstición juvenil de que la pobreza era una servidumbre del amor. Ambos evocaban entonces como un estorbo las parrandas desatinadas, la riqueza aparatosa y la fornicación sin frenos, y se lamentaban de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida. Locamente enamorados al cabo de tantos años de complicidad estéril, gozaban con el milagro de quererse tanto en la mesa como en la cama, y llegaron a ser tan felices, que todavía cuando eran dos ancianos agotados seguían retozando como conejitos y peleándose como perros.
Las rifas no dieron nunca para más. Al principio, Aureliano Segundo ocupaba tres días de la semana encerrado en su antigua oficina de ganadero, dibujando billete por billete, pintando con un cierto primor una vaquita roja, un cochinito verde o un grupo de gallinitas azules, según fuera el animal rifado, y modelaba con una buena imitación de las letras de imprenta el nombre que le pareció bueno a Petra Cotes para bautizar el negocio: Rifas de la Divina Providencia. Pero con el tiempo se sintió tan cansado después de dibujar hasta dos mil billetes a la semana, que mandó a hacer los animales, el nombre y los números en sellos de caucho, y entonces el trabajo se redujo a humedecerlos en almohadillas de distintos colores. En sus últimos años se les ocurrió sustituir los números por adivinanzas, de modo que el premio se repartiera entre todos los que acertaran, pero el sistema resultó ser tan complicado y se prestaba a tantas suspicacias, que desistieron a la segunda tentativa.
Aureliano Segundo andaba tan ocupado tratando de consolidar el prestigio de sus rifas, que apenas le quedaba tiempo para ver a los niños, Fernanda puso a Amaranta Úrsula en una escuelita privada donde no se recibían más de seis alumnas, pero se negó a permitir que Aureliano asistiera a la escuela pública. Consideraba que ya había cedido demasiado al aceptar que abandonara el cuarto. Además, en las escuelas de esa época sólo se recibían hijos legítimos de matrimonios católicos, y en el certificado de nacimiento que habían prendido con una nodriza en la batita de Aureliano cuando lo mandaron a la casa, estaba registrado como expósito. De modo que se quedó encerrado, a merced de la vigilancia caritativa de Santa Sofía de la Piedad y de las alternativas mentales de Úrsula, descubriendo el estrecho mundo de la casa según se lo explicaban las abuelas. Era fino, estirado, de una curiosidad que sacaba de quicio a los adultos, pero al contrario de la mirada inquisitiva y a veces clarividente que tuvo el coronel a su edad, la suya era parpadeante y un poco distraída. Mientras Amaranta Úrsula estaba en el parvulario, él
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cazaba lombrices y torturaba insectos en el jardín. Pero una vez en que Fernanda lo sorprendió metiendo alacranes en una caja para ponerlos en la estera de Úrsula, lo recluyó en el antiguo dormitorio de Meme, donde se distrajo de sus horas solitarias repasando las láminas de la enciclopedia. Allí lo encontró Úrsula una tarde en que andaba asperjando la casa con agua serenada y un ramo de ortigas, y a pesar de que había estado con él muchas veces, le preguntó quién era.
-Soy Aureliano Buendía -dilo él.
-Es verdad -replicó ella-. Ya es hora de que empieces a aprender la platería.
Lo volvió a confundir con su hijo, porque el viento cálido que sucedió al diluvio e infundió en el cerebro de Úrsula ráfagas eventuales de lucidez, había acabado de pasar. No volvió recobrar la razón. Cuando entraba al dormitorio, encontraba allí a Petronila Iguarán, con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavorreal en su mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una oración para que se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos sentados en sillas que habían sido recostadas contra la pared como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio. Ella hilvanaba una cháchara colorida, comentando asuntos de lugares apartados y tiempos sin coincidencia, de modo que cuando Amaranta Úrsula regresaba de la escuela y Aureliano se cansaba de la enciclopedia, la encontraban sentada en la cama, hablando sola, y perdida en un laberinto de muertos. «¡Fuego!», gritó una vez aterrorizada, y por un instante sembró el pánico en la casa, pero lo que estaba anunciando era el incendio de una caballeriza que había presenciado a los cuatro años. Llegó a revolver de tal modo el pasado con la actualidad, que en las dos o tres ráfagas de lucidez que tuvo antes de morir, nadie supo a ciencia cierta si hablaba de lo que sentía o de lo que recordaba. Poco a poco se fue reduciendo, fetizándose, momificándose en vida, hasta el punto de que en sus últimos meses era una ciruela pasa perdida dentro del camisón, y el brazo siempre alzado terminó por parecer la pata de una marimonda. Se quedaba inmóvil varios días, y Santa Sofía de la Piedad tenía que sacudirla para convencerse de que estaba viva, y se la sentaba en las piernas para alimentarla con cucharaditas de agua de azúcar. Parecía una anciana recién nacida. Amaranta Úrsula y Aureliano la llevaban y la traían por el dormitorio, la acostaban en el altar para ver que era apenas más grande que el Niño Dios, y una tarde la escondieron en un armario del granero donde hubieran podido comérsela las ratas. Un domingo de ramos entraron al dormitorio mientras Fernanda estaba en misa, y cargaron a Úrsula por la nuca y los tobillos.
-Pobre la tatarabuelita -dijo Amaranta Úrsula-, se nos murió de vieja.
Úrsula se sobresaltó.
-¡Estoy viva! -dijo.
-Ya ves -dijo Amaranta Úrsula, reprimiendo la risa-, ni siquiera respira.
-¡Estoy hablando! -gritó Úrsula.
-Ni siquiera habla -dijo Aureliano-. Se murió como un grillito.
Entonces Úrsula se rindió a la evidencia. «Dios mío -exclamó en voz baja-. De modo que esto es la muerte.» Inició una oración interminable, atropellada, profunda, que se prolongó por más de dos días, y que el martes había degenerado en un revoltijo de súplica a Dios y de consejos prácticos para que las hormigas coloradas no tumbaran la casa, para que nunca dejaran apagar la lámpara frente al daguerrotipo de Remedios, y para que cuidaran de que ningún Buendía fuera a casarse con alguien de su misma sangre, porque nacían los hijos con cola de puerco. Aureliano Segundo trató de aprovechar el delirio para que le confesara dónde estaba el oro enterrado, pero otra vez fueron inútiles las súplicas. «Cuando aparezca el dueño -dijo Úrsula- Dios ha de iluminarlo para que lo encuentre.» Santa Sofía de la Piedad tuvo la certeza de que la encontraría muerta de un momento a otro, porque observaba por esos días un cierto aturdimiento de la naturaleza: que las rosas olían a quenopodio que se le cayó una totuma de garbanzos y los granos quedaron en el suelo en un orden geométrico perfecto y en forma de estrella de mar, y que una noche vio pasar por el cielo una fila de luminosos discos anaranjados.
Amaneció muerta el jueves santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en
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que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios.
Al principio se creyó que era una peste. Las amas de casa se agotaban de tanto barrer pájaros muertos, sobre todo a la hora de la siesta, y los hombres los echaban al río por carretadas. El domingo de resurrección, el centenario padre Antonio Isabel afirmó en el púlpito que la muerte de los pájaros obedecía a la mala influencia del Judío Errante, que él mismo había visto la noche anterior. Lo describió como un híbrido de macho cabrío cruzado con hembra hereje, una bestia infernal cuyo aliento calcinaba el aire y cuya visita determinaría la concepción de engendros por las recién casadas. No fueron muchos quienes prestaron atención a su plática apocalíptica, porque el pueblo estaba convencido de que el párroco desvariaba a causa de la edad, Pero una mujer despertó a todos al amanecer del miércoles, porque encontró unas huellas de bípedo de pezuña hendida. Eran tan ciertas e inconfundibles, que quienes fueron a verlas no pusieron en duda la existencia de una criatura espantosa semejante a la descrita por el párroco, y se asociaron para montar trampas en sus patios. Fue así como lograron la captura. Dos semanas después de la muerte de Úrsula, Petra Cotes y Aureliano Segundo despertaron sobresaltados por un llanto de becerro descomunal que les llegaba del vecindario. Cuando se levantaron, ya un grupo de hombres estaba desensartando al monstruo de las afiladas varas que habían parado en el fondo de una fosa cubierta con hojas secas, y había dejado de berrear. Pesaba como un buey, a pesar de que su estatura no era mayor que la de un adolescente, y de sus heridas manaba una sangre verde y untuosa. Tenía el cuerpo cubierto de una pelambre áspera, plagada de garrapatas menudas, y el pellejo petrificado por una costra de rémora, pero al contrario de la descripción del párroco, sus partes humanas eran más de ángel valetudinario que de hombre, porque las manos eran tersas y hábiles, los ojos grandes y crepusculares, y tenía en los omoplatos los muñones cicatrizados y callosos de unas alas potentes, que debieron ser desbastadas con hachas de labrador. Lo colgaron por los tobillos en un almendro de la plaza, para que nadie se quedara sin verlo y cuando empezó a pudrirse lo incineraron en una hoguera, porque no se pudo determinar si su naturaleza bastarda era de animal para echar en el río o de cristiano para sepultar. Nunca se estableció si en realidad fue por él que se murieron los pájaros, pero las recién casadas no concibieron los engendros anunciados, ni disminuyó la intensidad del calor.
Rebeca murió a fines de ese año. Argénida, su criada de toda la vida, pidió ayuda a las autoridades para derribar la puerta del dormitorio donde su patrona estaba encerrada desde hacía tres días, y la encontraron en la cama solitaria, enroscada como un camarón, con la cabeza pelada por la tiña y el pulgar metido en la boca. Aureliano Segundo se hizo cargo del entierro, y trató de restaurar la casa para venderla, pero la destrucción estaba tan encarnizada en ella que las paredes se desconchaban acabadas de pintar, y no hubo argamasa bastante gruesa para impedir que la cizaña triturara los pisos y la hiedra pudriera los horcones.
Todo andaba así desde el diluvio. La desidia de la gente contrastaba con la voracidad del olvido, que poco a poco iba carcomiendo sin piedad los recuerdos, hasta el extremo de que por esos tiempos, en un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia, llegaron a Macondo unos emisarios del presidente de la república para entregar por fin la condecoración varias veces rechazada por el coronel Aureliano Buendía, y perdieron toda una tarde buscando a alguien que les indicara dónde podían encontrar a algunos de sus descendientes. Aureliano Segundo estuvo tentado de recibirla, creyendo que era una medalla de oro macizo, pero Petra Cotes lo persuadió de la indignidad cuando ya los emisarios aprestaban bandos y discursos para la ceremonia. También por esa época volvieron los gitanos, los últimos herederos de la ciencia de Melquíades, y encontraron el pueblo tan acabado y a sus habitantes tan apartados del resto del mundo, que volvieron a meterse en las casas arrastrando fierros imantados como si de veras fueran el último descubrimiento de los sabios babilonios, y volvieron a concentrar los rayos solares con la lupa gigantesca, y no faltó quien se quedara con la boca abierta viendo caer peroles y rodar calderos, y quienes pagaran cincuenta centavos para asombrarse con una gitana que se quitaba y se ponía la dentadura postiza. Un desvencijado tren amarillo que no traía ni se llevaba a nadie, y que apenas se detenía en la estación desierta, era lo único que quedaba del tren multitudinario en el cual enganchaba el señor Brown su vagón con techo de vidrio y poltronas de obispo, y de los trenes fruteros de ciento veinte vagones que demoraban pasando toda una tarde. Los delegados curiales que habían ido a investigar el informe sobre la extraña mortandad de los pájaros y el
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sacrificio del Judío Errante, encontraron al padre Antonio Isabel jugando con los niños a la gallina ciega, y creyendo que su informe era producto de una alucinación senil, se lo llevaron a un asilo. Poco después mandaron al padre Augusto Ángel, un cruzado de las nuevas hornadas, intransigente, audaz, temerario, que tocaba personalmente las campanas varias veces al día para que no se aletargaran los espíritus, y que andaba de casa en casa despertando a los dormilones para que fueran a misa, pero antes de un año estaba también vencido por la negligencia que se respiraba en el aire, por el polvo ardiente que todo lo envejecía y atascaba, y por el sopor que le causaban las albóndigas del almuerzo en el calor insoportable de la siesta,
A la muerte de Úrsula, la casa volvió a caer en un abandono del cual no la podría rescatar ni siquiera una voluntad tan resuelta y vigorosa como la de Amaranta Úrsula, que muchos arios después, siendo una mujer sin prejuicios, alegre y moderna, con los pies bien asentados en el mundo, abrió puertas y ventanas para espantar la ruina, restauró el jardín, exterminó las hormigas coloradas que ya andaban a pleno día por el corredor, y trató inútilmente de despertar el olvidado espíritu de hospitalidad. La pasión claustral de Fernanda puso un dique infranqueable a los cien años torrenciales de Úrsula. No sólo se negó a abrir las puertas cuando pasó el viento árido, sino que hizo clausurar las ventanas con crucetas de madera, obedeciendo a la consigna paterna de enterrarse en vida. La dispendiosa correspondencia con los médicos invisibles terminó en un fracaso. Después de numerosos aplazamientos, se encerró en su dormitorio en la fecha y la hora acordadas, cubierta solamente por una sábana blanca y con la cabeza hacia el norte, y a la una de la madrugada sintió que le taparon la cara con un pañuelo embebido en un líquido glacial. Cuando despertó, el sol brillaba en la ventana y ella tenía una costura bárbara en forma de arco que empezaba en la ingle y terminaba en el esternón. Pero antes de que cumpliera el reposo previsto recibió una carta desconcertada de los médicos invisibles, quienes decían haberla registrado durante seis horas sin encontrar nada que correspondiera a los síntomas tantas veces y tan escrupulosamente descritos por ella. En realidad, su hábito pernicioso de no llamar las cosas por su nombre había dado origen a una nueva confusión, pues lo único que encontraron los cirujanos telepáticos fue un descendimiento del útero que podía corregirse con el uso de un pesario. La desilusionada Fernanda trató de obtener una información más precisa, pero los co-rresponsales ignotos no volvieron a contestar sus cartas. Se sintió tan agobiada por el peso de una palabra desconocida, que decidió amordazar la vergüenza para preguntar qué era un pesario, y sólo entonces supo que el médico francés se había colgado de una viga tres meses antes, y había sido enterrado contra la voluntad del pueblo por un antiguo compañero de armas del coronel Aureliano Buendía. Entonces se confió a su hijo José Arcadio, y éste le mandó los pesarios desde Roma, con un folletito explicativo que ella echó al excusado después de aprendérselo de memoria, para que nadie fuera a conocer la naturaleza de sus quebrantos. Era una precaución inútil, porque las únicas personas que vivían en la casa apenas si la tomaban en cuenta. Santa Sofía de la Piedad vagaba en una vejez solitaria, cocinando lo poco que se comían, y casi por completo dedicada al cuidado de José Arcadio Segundo. Amaranta Úrsula, heredera de ciertos encantos de Remedios, la bella, ocupaba en hacer sus tareas escolares el tiempo que antes perdía en atormentar a Úrsula, y empezaba a manifestar un buen juicio y una consagración a los estudios que hicieron renacer en Aureliano Segundo la buena esperanza que le inspiraba Meme. Le había prometido mandarla a terminar sus estudios en Bruselas, de acuerdo con una costumbre establecida en los tiempos de la compañía bananera, y esa ilusión lo había llevado a tratar de revivir las tierras devastadas por el diluvio. Las pocas veces que entonces se le veía en la casa, era por Amaranta Úrsula, pues con el tiempo se había convertido en un extraño para Fernanda, y el pequeño Aureliano se iba volviendo esquivo y ensimismado a medida que se acercaba a la pubertad. Aureliano Segundo confiaba en que la vejez ablandara el corazón de Fernanda, para que el niño pudiera incorporarse a la vida de un pueblo donde seguramente nadie se hubiera tomado el trabajo de hacer especulaciones suspicaces sobre su origen. Pero el propio Aureliano parecía preferir el encierro y la soledad, y no revelaba la menor malicia por conocer el mundo que empezaba en la puerta de la calle. Cuando Úrsula hizo abrir el cuarto de Melquíades, él se dio a rondarlo, a curiosear por la puerta entornada, y nadie supo en qué momento terminó vinculado a José Arcadio Segundo por un afecto recíproco. Aureliano Segundo descubrió esa amistad mucho tiempo después de iniciada, cuando oyó al niño hablando de la matanza de la estación. Ocurrió un día en que alguien se lamentó en la mesa de la ruina en que se hundió el pueblo cuando lo abandonó la compañía bananera, y Aureliano lo contradijo con una madurez y una versación de persona mayor. Su punto de vista, contrario a la interpretación general, era que Macondo fue un
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lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la com-pañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio como un pretexto para eludir compromisos con los trabajadores. Hablando con tan buen criterio que a Fernanda le pareció una parodia sacrílega de Jesús entre los doctores, el niño describió con detalles precisos y convincentes cómo el ejército ametralló a más de tres mil trabajadores acorralados en la estación, y cómo cargaron los cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron al mar. Convencida como la mayoría de la gente de la verdad oficial de que no había pasado nada, Fernanda se escandalizó con la idea de que el niño había heredado los instintos anarquistas del coronel Aureliano Buendía, y le ordenó callarse. Aureliano Segundo, en cambio, reconoció la ver-sión de su hermano gemelo. En realidad, a pesar de que todo el mundo lo tenía por loco, José Arcadio Segundo era en aquel tiempo el habitante más lúcido de la casa. Enseñó al pequeño Aureliano a leer y a escribir, lo inició en el estudio de los pergaminos, y le inculcó una interpretación tan personal de lo que significó para Macondo la compañía bananera, que muchos años después, cuando Aureliano se incorporara al mundo, había de pensarse que contaba una versión alucinada, porque era radicalmente contraria a la falsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares. En el cuartito apartado, adonde nunca llegó el viento árido, ni el polvo ni el calor, ambos recordaban la visión atávica de un anciano con sombrero de alas de cuervo que hablaba del mundo a espaldas de la ventana, muchos años antes de que ellos nacieran. Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como contaba la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada. José Arcadio Segundo había logrado además clasificar las letras crípticas de los pergaminos. Estaba seguro de que correspondían a un alfabeto de cuarenta y siete a cincuenta y tres caracteres, que separados parecían arañitas y garrapatas, y que en la primorosa caligrafía de Melquíades parecían piezas de ropa puesta a secar en un alambre. Aureliano recordaba haber visto una tabla semejante en la enciclopedia inglesa, así que la llevó al cuarto para compararla con la de José Arcadio Segundo. Eran iguales, en efecto.
Por la época en que se le ocurrió la lotería de adivinanzas, Aureliano Segundo despertaba con un nudo en la garganta, como si estuviera reprimiendo las ganas de llorar. Petra Cotes lo interpretó como uno de los tantos trastornos provocados por la mala situación, y todas las mañanas, durante más de un año, le tocaba el paladar con un hisopo de miel de abejas y le daba jarabe de rábano. Cuando el nudo de la garganta se le hizo tan opresivo que le costaba trabajo respirar, Aureliano Segundo visitó a Pilar Ternera por si ella conocía alguna hierba de alivio. La inquebrantable abuela, que había llegado a los cien años al frente de un burdelito clandestino, no confió en supersticiones terapéuticas, sino que consultó el asunto con las barajas. Vio el caballo de oro con la garganta herida por el acero de la sota de espadas, y dedujo que Fernanda estaba tratando de que el marido volviera a la casa mediante el desprestigiado sistema de hincar alfileres en su retrato, pero que le había provocado un tumor interno por un conocimiento torpe de sus malas artes. Como Aureliano Segundo no tenía más retratos que los de la boda, y las copias estaban completas en el álbum familiar, siguió buscando por toda la casa en los descuidos de la esposa, y por fin encontró en el fondo del ropero media docena de pesarios en sus cajitas originales. Creyendo que las rojas llantitas de caucho eran objetos de hechicería, se metió una en el bolsillo para que la viera Pilar Ternera. Ella no pudo determinar su naturaleza, pero le pareció tan sospechosa, que de todos modos se hizo llevar la media docena y la quemó en una hoguera que prendió en el patio. Para conjurar el supuesto maleficio de Fernanda, le indicó a Aureliano Segundo que mojara una gallina clueca y la enterrara viva bajo el castaño, y él lo hizo de tan buena fe, que cuando acabó de disimular con hojas secas la tierra removida, ya sentía que respiraba mejor. Por su parte, Fernanda interpretó la desaparición como una represalia de los médicos invisibles, y se cosió en la parte interior de la camisola una faltriquera de jareta, donde guardó los pesarios nuevos que le mandó su hijo.
Seis meses después del enterramiento de la gallina, Aureliano Segundo despertó a medianoche con un acceso de tos, y sintiendo que lo estrangulaban por dentro con tenazas de cangrejo. Fue entonces cuando comprendió que por muchos pesarios mágicos que destruyera y muchas gallinas de conjuro que remojara, la única y triste verdad era que se estaba muriendo. No se lo dijo a nadie. Atormentad por el temor de morirse sin mandar a Bruselas a Amaranta Úrsula, trabajó como nunca lo había hecho, y en vez de una hizo tres rifas semanales. Desde muy temprano se
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le veía recorrer el pueblo, aun en los barrios más apartados y miserables, tratando de vender los billetitos con una ansiedad que sólo era concebible en un moribundo. «Aquí está la Divina Providencia -pregonaba-. No la dejen ir, que sólo llega una vez cada cien años.» Hacía conmovedores esfuerzos por parecer alegre, simpático, locuaz, pero bastaba verle el sudor y la palidez para saber que no podía con su alma. A veces se desviaba por predios baldíos, donde nadie lo viera, y se sentaba un momento a descansar de las tenazas que lo despedazaban por dentro. Todavía a la medianoche estaba en el barrio de tolerancia, tratando de consolar con pré-dicas de buena suerte a las mujeres solitarias que sollozaban junto a las victrolas. «Este número no sale hace cuatro meses -les decía, mostrándoles los billetitos-. No lo dejes ir, que la vida es más corta de lo que uno cree.» Acabaron por perderle el respeto, por burlarse de él, y en sus últimos meses ya no le decían don Aureliano, como lo habían hecho siempre, sino que lo llamaban en su propia cara don Divina Providencia. La voz se le iba llenando de notas falsas, se le fue destemplando y terminó por apagársele en un ronquido de perro, pero todavía tuvo voluntad para no dejar que decayera la expectativa por los premios en el patio de Petra Cotes. Sin embargo, a medida que se quedaba sin voz y se daba cuenta de que en poco tiempo ya no podría soportar el dolor, iba comprendiendo que no era con cerdos y chivos rifados como su hija llegaría a Bruselas, de modo que concibió la idea de hacer la fabulosa rifa de las tierras destruidas por el diluvio, que bien podían ser restauradas por quien dispusiera de capital. Fue una iniciativa tan espectacular, que el propio alcalde se prestó para anunciarla con un bando, y se formaron sociedades para comprar billetes a cien pesos cada uno, que se agotaron en menos de una se-mana. La noche de la rifa, los ganadores hicieron una fiesta aparatosa, comparable apenas a las de los buenos tiempos de compañía bananera, y Aureliano Segundo tocó en el acordeón por última vez las canciones olvidadas de Francisco el Hombre, pero ya no pudo cantarlas.
Dos meses después, Amaranta Úrsula se fue a Bruselas. Aureliano Segundo le entregó no sólo el dinero de la rifa extraordinaria, sino el que había logrado economizar en los meses anteriores, y el muy escaso que obtuvo por la venta de la pianola, el clavicordio y otros corotos caídos en desgracia. Según sus cálculos, ese fondo le alcanzaba para los estudios, así que sólo quedaba pendiente el valor del pasaje de regreso. Fernanda se opuso al viaje hasta el último momento, escandalizada con la idea de que Bruselas estuviera tan cerca de la perdición de París, pero se tranquilizó con una carta que le dio el padre Ángel para una pensión de jóvenes católicas atendida por religiosas, donde Amaranta Úrsula prometió vivir hasta el término de sus estudios. Además, el párroco consiguió que viajara al cuidado de un grupo de franciscanas que iban para Toledo, donde esperaban encontrar gente de confianza para mandarla a Bélgica. Mientras se adelantaba la apresurada correspondencia que hizo posible esta coordinación, Aureliano Segundo, ayudado por Petra Cotes, se ocupó del equipaje de Amaranta Úrsula. La noche en que prepararon uno de los baúles nupciales de Fernanda, las cosas estaban tan bien dispuestas que la estudiante sabía de memoria cuáles eran los trajes y las babuchas de pana con que debía hacer la travesía del Atlántico, y el abrigo de paño azul con botones de cobre, y los zapatos de cordobán con que debía desembarcar. Sabía también cómo debía caminar para no caer al agua cuando subiera a bordo por la plataforma, que en ningún momento debía separarse de las monjas ni salir del camarote como no fuera para comer, y que por ningún motivo debía contestar a las preguntas que los des-conocidos de cualquier sexo le hicieran en alta mar. Llevaba un frasquito con gotas para el mareo y un cuaderno escrito de su puño y letra por el padre Ángel, con seis oraciones para conjurar la tempestad. Fernanda le fabricó un cinturón de lona para que guardara el dinero, y le indicó la forma de usarlo ajustado al cuerpo, de modo que no tuviera que quitárselo ni siquiera para dormir. Trató de regalarle la bacinilla de oro lavada con lejía y desinfectada con alcohol, pero Amaranta Úrsula la rechazó por miedo de que se burlaran de ella sus compañeras de colegio. Pocos meses después, a la hora de la muerte, Aureliano Segundo había de recordarla como la vio la última vez, tratando de bajar sin conseguirlo el cristal polvoriento del vagón de segunda clase, para escuchar las últimas recomendaciones de Fernanda. Llevaba un traje de seda rosada con un ramito de pensamientos artificiales en el broche del hombro izquierdo; los zapatos de cordobán con trabilla y tacón bajo, y las medias satinadas con ligas elásticas en las pantorrillas. Tenía el cuerpo menudo, el cabello suelto y largo y los ojos vivaces que tuvo Úrsula a su edad, y la forma en que se despedía sin llorar pero sin sonreír, revelaba la misma fortaleza de carácter. Caminando junto al vagón a medida que aceleraba, y llevando a Fernanda del brazo para que no fuera a tropezar, Aureliano Segundo apenas pudo corresponderle con un saludo de la mano, cuando la hija le mandó un beso con la punta de los dedos. Los esposos permanecieron inmóviles
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bajo el sol abrasante, mirando cómo el tren se iba confundiendo con el punto negro del horizonte, y tomados del brazo por primera vez desde el día de la boda.
El nueve de agosto, antes de que se recibiera la primera carta de Bruselas, José Arcadio Segundo conversaba con Aureliano en el cuarto de Melquíades, y sin que viniera a cuento dijo:
-Acuérdate siempre de que eran más de tres mil y que los echaron al mar.
Luego se fue de bruces sobre los pergaminos, y murió con los ojos abiertos. En ese mismo instante, en la cama de Fernanda, su hermano gemelo llegó al final del prolongado y terrible martirio de los cangrejos de hierro que le carcomieron la garganta. Una semana antes había vuelto a la casa, sin voz, sin aliento y casi en los puros huesos, con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario, para cumplir la promesa de morir junto a la esposa. Petra Cotes lo ayudó a recoger sus ropas y lo despidió sin derramar una lágrima, pero olvidó darle los zapatos de charol que él quería llevar en el ataúd. De modo que cuando supo que había muerto, se vistió de negro, envolvió los botines en un periódico, y le pidió permiso a Fernanda para ver al cadáver. Fernanda no la dejó pasar de la puerta.
-Póngase en mi lugar -suplicó Petra Cotes-. Imagínese cuánto lo habré querido para soportar esta humillación.
-No hay humillación que no la merezca una concubina
-replicó Fernanda-. Así que espere a que se muera otro de los tantos para ponerle esos botines.
En cumplimiento de su promesa, Santa Sofía de la Piedad degolló con un cuchillo de cocina el cadáver de José Arcadio Segundo para asegurarse de que no lo enterraran vivo, Los cuerpos fueron puestos en ataúdes iguales, y allí se vio que volvían a ser idénticos en la muerte, como lo fueron hasta la adolescencia. Los viejos compañeros de parranda de Aureliano Segundo pusieron sobre su caja una corona que tenía una cinta morada con un letrero: Apartense vacas que la vida es corta. Fernanda se indignó tanto con la irreverencia que mandó tirar la corona en la basura. En el tumulto de última hora, los borrachitos tristes que los sacaron de la casa confundieron los ataúdes y los enterraron en tumbas equivocadas.
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XVIII
Aureliano no abandonó en mucho tiempo el cuarto de Melquíades. Se aprendió de memoria las leyendas fantásticas del libro desencuadernado, la síntesis de los estudios de Hermann, el tullido; los apuntes sobre la ciencia demonológica, las claves de la piedra filosofal, las centurias de Nostradamus y sus investigaciones sobre la peste, de modo que llegó a la adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero con los conocimientos básicos del hombre medieval. A cualquier hora que entrara en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad lo encontraba absorto en la lectura. Le llevaba al amanecer un tazón de café sin azúcar, y al mediodía un plato de arroz con tajadas de plátano fritas, que era lo único que se comía en la casa después de la muerte de Aureliano Segundo. Se preocupaba por cortarle el pelo, por sacarle las liendres, por adaptarle la ropa vieja que encontraba en baúles olvidados, y cuando empezó a despuntarle el bigote le llevó la navaja barbera y la totumita para la espuma del coronel Aureliano Buendía. Ninguno de los hijos de éste se le pareció tanto, ni siquiera Aureliano José, sobre todo por los pómulos pronunciados, y la línea resuelta y un poco despiadada de los labios. Como le ocurrió a Úrsula con Aureliano segundo cuando éste estudiaba en el cuarto, Santa Sofía de la piedad creía que Aureliano hablaba solo. En realidad, conversaba con Melquíades. Un mediodía ardiente, poco después de la muerte de los gemelos, vio contra la reverberación de la ventana al anciano lúgubre con el sombrero de alas de cuervo, como la materialización de un recuerdo que estaba en su memoria desde mucho antes de nacer. Aureliano había terminado de clasificar el alfabeto de los pergaminos. Así que cuando Melquiades le preguntó si había descubierto en qué lengua estaban escritos, él no vaciló para contestar.
-En sánscrito -dijo.
Melquíades le reveló que sus oportunidades de volver al cuarto estaban contadas. Pero se iba tranquilo a las praderas de la muerte definitiva, porque Aureliano tenía tiempo de aprender el sánscrito en los años que faltaban para que los pergaminos cumplieran un siglo y pudieran ser descifrados. Fue él quien le indicó que en el callejón que terminaba en el río, y donde en los tiempos de la compañía bananera se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, un sabio catalán tenía una tienda de libros donde había un Sanskrit Primer que sería devorado por las polillas seis años después si él no se apresuraba a comprarlo. Por primera vez en su larga vida Santa Sofía de la Piedad dejó traslucir un sentimiento, y era un sentimiento de estupor, cuando Aureliano le pidió que le llevara el libro que había de encontrar entre la Jerusalén Libertada y los poemas de Milton, en el extremo derecho del segundo renglón de los anaqueles. Como no sabía leer, se aprendió de memoria la parrafada, y consiguió el dinero con la venta de uno de los diecisiete pescaditos de oro que quedaban en el taller, y que sólo ella y Aureliano sabían dónde los habían puesto la noche en que los soldados registraron la casa.
Aureliano avanzaba en los estudios del sánscrito, mientras Melquíades iba haciéndose cada vez menos asiduo y más lejano, esfumándose en la claridad radiante del mediodía. La última vez que Aureliano lo sintió era apenas una presencia invisible que murmuraba: «He muerto de fiebre en los médanos de Singapur.» El cuarto se hizo entonces vulnerable al polvo, al calor, al comején, a las hormigas coloradas, a las polillas que habían de convertir en aserrín la sabiduría de los libros y los pergaminos.
En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su entierro.
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Para Santa Sofía de la Piedad la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Sólo en una casa como aquélla era concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una noche la despertó la pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos de la compañía bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban.
-Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.
Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosímil. Desde la muerte de sus padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba dispuesta a irse con lo único que tenía: un peso y veinticinco centavos. Desde la ventana del cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido. Jamás se volvió a saber de ella.
Cuando se enteró de la fuga, Fernanda despotricó un día entero, mientras revisaba baúles, cómodas y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se
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había alzado con nada. Se quemó los dedos tratando de prender un fogón por primera vez en la vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y sólo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacías. Aun en esas circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión de que la casa se estaba llenando de duendes. Era como si los objetos, sobre todo los de uso diario, hubieran desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura de haber puesto en la cama y, después de revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina, donde creía no haber estado en cuatro días. De pronto no había un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella caminadera de las cosas era más desesperante cuando se sentaba a escribir. El tintero que ponía a la derecha aparecía a la izquierda, la almohadilla del papel secante se le perdía, y la encontraba dos días después debajo de la almohada, y las páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince días después se la devolvió el cartero que la había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella creyó que eran cosas de los médicos invisibles, como la desaparición de los pesarios, y hasta empezó a escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz, pero había tenido que interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no sólo no encontró la carta empezada, sino que se olvidó del propósito de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de sorprenderlo en el momento en que los cambiara de lugar, pero muy pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuarto de Melquíades sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que terminó por creer que eran travesuras de duendes, y optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenía que usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera de la cama. Amarró el plumero y la almohadilla del papel secante en la pata de la mesa, y pegó con goma el tintero en la tabla, a la derecha del lugar en que solía escribir. Los problemas no se resolvieron de un día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita de la pluma, y hasta con su propio brazo, que al poco tiempo de estar escribiendo no alcanzaba el tintero.
Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás de esos insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente porque se sentía liberada de todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios porque estaban resueltos de antemano en la imaginación. Aquella correspondencia interminable le hizo perder el sentido del tiempo, sobre todo después de que se fue Santa Bofia de la Piedad. Se había acos-tumbrado a llevar la cuenta de los días, los meses y los años, tomando como puntos de referencia las fechas previstas para el retorno de los hijos. Pero cuando éstos modificaron los plazos una y otra vez, las fechas se le confundieron, los términos se le traspapelaron, y las jornadas se parecieron tanto las unas a las otras, que no se sentían transcurrir. En lugar de impacientarse, experimentaba una honda complacencia con la demora. No la inquietaba que muchos años después de anunciarle las vísperas de sus votos perpetuos, José Arcadio siguiera diciendo que esperaba terminar los estudios de alta teología para emprender los de diplomacia, porque ella comprendía que era muy alta y empedrada de obstáculos la escalera de caracol que conducía a la silla de San Pedro. En cambio, el espíritu se le exaltaba con noticias que para otros hubieran sido insignificantes, como aquella de que su hijo había visto al Papa. Experimentó un gozo similar cuando Amaranta Úrsula le mandó decir que sus estudios se prolongaban más del tiempo previsto, porque sus excelentes calificaciones le habían merecido privilegios que su padre no tomó en consideración al hacer las cuentas.
Habían transcurrido más de tres años desde que Santa Sofía de la Piedad le llevó la gramática, cuando Aureliano consiguió traducir el primer pliego. No fue una labor inútil, pero constituía apenas un primer paso en un camino cuya longitud era imposible prever, porque el texto en
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castellano no significaba nada: eran versos cifrados. Aureliano carecía de elementos para establecer las claves que le permitieran desentrañarlos, pero como Melquíades le había dicho que en la tienda del sabio catalán estaban los libros que le harían falta para llegar al fondo de los pergaminos, decidió hablar con Fernanda para que le permitiera ir a buscarlos. En el cuarto devorado por los escombros, cuya proliferación incontenible había terminado por derrotarlo, pensaba en la forma más adecuada de formular la solicitud, se anticipaba a las circunstancias, calculaba la ocasión más adecuada, pero cuando encontraba a Fernanda retirando la comida del rescoldo, que era la única oportunidad para hablarle, la solicitud laboriosamente premeditada se le atragantaba, y se le perdía la voz. Fue aquella la única vez en que la espió. Estaba pendiente de sus pasos en el dormitorio. La oía ir hasta la puerta para recibir las cartas de sus hijos y entregarle las suyas al cartero, y escuchaba hasta muy altas horas de la noche el trazo duro y apasionado de la pluma en el papel, antes de oír el ruido del interruptor y el murmullo de las oraciones en la oscuridad. Sólo entonces se dormía, confiando en que el día siguiente le daría la oportunidad esperada. Se ilusionó tanto con la idea de que el permiso no le sería negado que una mañana se cortó el cabello que ya le daba a los hombros, se afeitó la barba enmarañada, se puso unos pantalones estrechos y una camisa de cuello postizo que no sabía de quién había heredado, y esperó en la cocina a que Fernanda fuera a desayunar. No llegó la mujer de todos los días, la de la cabeza alzada y la andadura pétrea, sino una anciana de una hermosura sobrenatural, con una amarillenta capa de armiño, una corona de cartón dorado, y la conducta lánguida de quien ha llorado en secreto. En realidad, desde que lo encontró en los baúles de Aureliano Segundo, Fernanda se había puesto muchas veces el apolillado vestido de reina. Cualquiera que la hubiera visto frente al espejo, extasiada en sus propios ademanes monárquicos, habría podido pensar que estaba loca. Pero no lo estaba. Simplemente, había convertido los atuendos reales en una máquina de recordar. La primera vez que se los puso no pudo evitar que se le formara un nudo en el corazón y que los ojos se le llenaran de lágrimas, porque en aquel instante volvió a percibir el olor de betún de las botas del militar que fue a buscarla a su casa para hacerla reina, y el alma se le cristalizó con la nostalgia de los sueños perdidos. Se sintió tan vieja, tan acabada, tan distante de las mejores horas de su vida, que inclusive añoró las que recordaba como las peores, y sólo entonces descubrió cuánta falta hacían las ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de los rosales al atardecer, y hasta la naturaleza bestial de los advenedizos. Su corazón de ceniza apelmazada que había resistido sin quebrantos a los golpes más certeros de la realidad cotidiana, se desmoronó a los primeros embates de la nostalgia. La necesidad de sentirse triste se le iba convirtiendo en un vicio a medida que la devastaban los años. Se humanizó en la soledad. Sin embargo, la mañana en que entró en la cocina y se encontró con una taza de café que le ofrecía un adolescente óseo y pálido, con un resplandor alucinado en los ojos, la desgarró el zarpazo del ridículo. No sólo le negó el permiso, sino que desde entonces cargó las llaves de la casa en la bolsa donde guardaba los pesarios sin usar. Era una precaución inútil, porque de haberlo querido Aureliano hubiera podido escapar y hasta volver a casa sin ser visto. Pero el prolongado cautiverio, la incertidumbre del mundo, el hábito de obedecer, habían resecado en su corazón las semillas de la rebeldía. De modo que volvió a su clausura, pasando y repasando los pergaminos, y oyendo hasta muy avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dormitorio. Una mañana fue como de costumbre a prender el fogón, y encontró en las cenizas apagadas la comida que había dejado para ella el día anterior. Entonces se asomó al dormitorio, y la vio tendida en la cama, tapada con la capa de armiño, más bella que nunca, y con la piel convertida en una cáscara de marfil. Cuatro meses después, cuando llegó José Arcadio, la encontró intacta.
Era imposible concebir un hombre más parecido a su madre. Llevaba un traje de tafetán luctuoso, una camisa de cuello redondo y duro, y una delgada cinta de seda con un lazo en lugar de la corbata. Era lívido, lánguido, de mirada atónita y labios débiles. El cabello negro, lustrado y liso, partido en el centro del cráneo por una línea recta y exangüe, tenía la misma apariencia postiza del pelo de los santos. La sombra de la barba bien destroncada en el rostro de parafina parecía un asunto de la conciencia. Tenía las manos pálidas, con nervaduras verdes y dedos parasitarios, y un anillo de oro macizo con un ópalo girasol, redondo, en el índice izquierdo. Cuando le abrió la puerta de la calle Aureliano no hubiera tenido necesidad de suponer quién era para darse cuenta de que venía de muy lejos. La casa se impregnó a su paso de la fragancia de agua florida que Úrsula le echaba en la cabeza cuando era niño, para poder encontrarlo en las tinieblas. De algún modo imposible de precisar, después de tantos años de ausencia José Arcadio seguía siendo un niño otoñal, terriblemente triste y solitario. Fue directamente al dormitorio de su
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madre, donde Aureliano había vaporizado mercurio durante cuatro meses en el atanor del abuelo de su abuelo, para conservar el cuerpo según la fórmula de Melquíades. José Arcadio no hizo ninguna pregunta. Le dio un beso en la frente al cadáver, le sacó de debajo de la falda la faltriquera de jareta donde había tres pesarios todavía sin usar, y la llave del ropero. Hacía todo con ademanes directos y decididos, en contraste con su languidez. Sacó del ropero un cofrecito damasquinado con el escudo familiar, y encontró en el interior perfumado de sándalo la carta voluminosa en que Fernanda desahogó el corazón de las incontables verdades que le había ocultado. La leyó de pie, con avidez pero sin ansiedad, y en la tercera página se detuvo, y examinó a Aureliano con una mirada de segundo reconocimiento.
-Entonces -dijo con una voz que tenía algo de navaja de afeitar-, tú eres el bastardo.
-Soy Aureliano Buendía.
-Vete a tu cuarto -dijo José Arcadio.
Aureliano se fue, y no volvió a salir ni siquiera por curiosidad cuando oyó el rumor de los funerales solitarios. A veces, desde la cocina, veía a José Arcadio deambulando por la casa, aho-gándose en su respiración anhelante, y seguía escuchando sus pasos por los dormitorios en ruinas después de la medianoche. No oyó su voz en muchos meses, no sólo porque José Arcadio no le dirigía la palabra, sino porque él no tenía deseos de que ocurriera, ni tiempo de pensar en nada distinto de los pergaminos. A la muerte de Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y había ido a la librería del sabio catalán, en busca de los libros que le hacían falta. No le interesó nada de lo que vio en el trayecto, acaso porque carecía de recuerdos para comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran iguales a como las había imaginado en un tiempo en que hubiera dado el alma por conocerlas. Se había concedido a si mismo el permiso que le negó Fernanda, y sólo por una vez, con un objetivo único y por el tiempo mínimo indispensable, así que recorrió sin pausa las once cuadras que separaban la casa del callejón donde antes se interpretaban los sueños, y entró acezando en el abigarrado y sombrío local donde apenas había espacio para moverse. Más que una librería, aquélla parecía un basurero de libros usados, puestos en desorden en los estantes mellados por el comején, en los rincones amelazados de telaraña, y aun en los espacios que debieron destinarse a los pasadizos. En una larga mesa, también agobiada de mamotretos, el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía morada, un poco delirante, y en hojas sueltas de cuaderno escolar. Tenía una hermosa cabellera plateada que se le adelantaba en la frente como el penacho de una cacatúa, y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros. Estaba en calzoncillos, empapado en sudor y no desentendió la escritura para ver quién había llegado. Aure-liano no tuvo dificultad para rescatar de entre aquel desorden de fábula los cinco libros que buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquíades. Sin decir una palabra, se los entregó junto con el pescadito de oro al sabio catalán, y éste los examinó, y sus párpados se contrajeron como dos almejas. «Debes estar loco» -dijo en su lengua, alzándose de hombros, y le devolvió a Aureliano los cinco libros y el pescadito.
-Llévatelo -dijo en castellano-. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que piensa bien lo que haces.
José Arcadio restauró el dormitorio de Meme, mandó limpiar y remendar las cortinas de terciopelo y el damasco del baldaquín de la cama virreinal, y puso otra vez en servicio el baño abandonado, cuya alberca de cemento estaba renegrida por una nata fibrosa y áspera. A esos dos lugares se redujo su imperio de pacotilla, de gastados géneros exóticos, de perfumes falsos y pedrería barata. Lo único que pareció estorbarle en el resto de la casa fueron los santos del altar doméstico, que una tarde quemó hasta convertirlos en ceniza, en una hoguera que prendió en el patio. Dormía hasta después de las once. Iba al baño con una deshilachada túnica de dragones dorados y unas chinelas de borlas amarillas, y allí oficiaba un rito que por su parsimonia y duración recordaba al de Remedios, la bella. Antes de bañarse, aromaba la alberca con las sales que llevaba en tres pomos alabastrados. No se hacía abluciones con la totuma, sino que se zambullía en las aguas fragantes, y permanecía hasta dos horas flotando boca arriba, adormecido por la frescura y por el recuerdo de Amaranta. A los pocos días de haber llegado abandonó el vestido de tafetán, que además de ser demasiado caliente para el pueblo era el único que tenía, y lo cambió por unos pantalones ajustados, muy parecidos a los que usaba Pietro Crespi en las clases de baile, y una camisa de seda tejida con el gusano vivo, y con sus iniciales bordadas en el corazón. Dos veces por semana lavaba la muda completa en la alberca, y se quedaba con la túnica hasta que se secaba, pues no tenía nada más que ponerse. Nunca comía en la casa. Salía
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a la calle cuando aflojaba el calor de la siesta, y no regresaba hasta muy entrada la noche. Entonces continuaba su deambular angustioso, respirando como un gato, y pensando en Amaranta. Ella, y la mirada espantosa de los santos en el fulgor de la lámpara nocturna, eran los dos recuerdos que conservaba de la casa. Muchas veces, en el alucinante agosto romano, había abierto los ojos en mitad del sueño, y había visto a Amaranta surgiendo de un estanque de mármol brocatel, con su pollerines de encaje y su venda en la mano, idealizada por la ansiedad del exilio. Al contrario de Aureliano José, que trató de sofocar aquella imagen en el pantano sangriento de la guerra, él trataba de mantenerla viva en un cenagal de concupiscencia, mientras entretenía a su madre con la patraña sin término de la vocación pontificia. Ni a él ni a Fernanda se les ocurrió pensar nunca que su correspondencia era un intercambio de fantasías. José Arcadio, que abandonó el seminario tan pronto como llegó a Roma, siguió alimentando la leyenda de la teología y el derecho canónico, para no poner en peligro la herencia fabulosa de que le hablaban las cartas delirantes de su madre, y que había de rescatarlo de la miseria y la sordidez que compartía con dos amigos en una buhardilla del Trastevere. Cuando recibió la última carta de Fernanda, dictada por el presentimiento de la muerte inminente, metió en una maleta los últimos desperdicios de su falso esplendor, y atravesó el océano en una bodega donde los emigrantes se apelotaban como reses de matadero, comiendo macarrones fríos y queso agusanado. Antes de leer el testamento de Fernanda, que no era más que una minuciosa y tardía recapitulación de infortunios, ya los muebles desvencijados y la maleza del corredor le habían indicado que estaba metido en una trampa de la cual no saldría jamás, para siempre exiliado de la luz de diamante y el aire inmemorial de la primavera romana. En los insomnios agotadores del asma, medía y volvía a medir la profundidad de su desventura, mientras repasaba la casa tenebrosa donde los aspavientos seniles de Úrsula le infundieron el miedo del mundo. Para estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del dormitorio, el único donde podría estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer. «Cualquier cosa mala que hagas -le decía Úrsula- me la dirán los santos.» Las noches pávidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas. Era una tortura inútil, porque ya para esa época él tenía terror de todo lo que lo rodeaba, y estaba preparado para asustarse de todo lo que encontrara en la vida: las mujeres de la calle, que echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa, que parían hijos con cola de puerco; los gallos de pelea, que provocaban muertes de hombres y remordimientos de conciencia para el resto de la vida; las armas de fuego, que con sólo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que sólo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había creado con su infinita bondad, y que el diablo había pervertido. Al despertar, molido por el torno de las pesadillas, la claridad de la ventana y las caricias de Amaranta en la alberca, y el deleite con que lo empolvaba entre las piernas con una bellota de seda, lo liberaban del terror. Hasta Úrsula era distinta bajo la luz radiante del jardín, porque allí no le hablaba de cosas de pavor, sino que le frotaba los dientes con polvo de carbón para que tuviera la sonrisa radiante de un Papa, y le cortaba y le pulía las uñas para que los peregrinos que llegaban a Roma de todo el ámbito de la tierra se asombraran de la pulcritud de las manos del Papa cuando les echara la bendición, y lo peinaba como un Papa, y lo ensopaba con agua florida para que su cuerpo y sus ropas tuvieran la fragancia de un Papa. En el patio de Castelgandolfo él había visto al Papa en un balcón, pronunciando el mismo discurso en siete idiomas para una muchedumbre de peregrinos, y lo único que en efecto le había- llamado la atención era la blancura de sus manos, que parecían maceradas en lejía, el resplandor deslumbrante de sus ropas de verano, y su recóndito hálito de agua de colonia.
Casi un año después del regreso a la casa, habiendo vendido para comer los candelabros de plata y la bacinilla heráldica que a la hora de la verdad sólo tuvo de oro las incrustaciones del escudo, la única distracción de José Arcadio era recoger niños en el pueblo para que jugaran en la casa. Aparecía con ellos a la hora de la siesta, y los hacía saltar la cuerda en el jardín, cantar en el corredor y hacer maromas en los muebles de la sala, mientras él iba por entre los grupos impartiendo lecciones de buen comportamiento. Para esa época había acabado con los pantalones estrechos y la camisa de seda, y usaba una muda ordinaria comprada en los almacenes de los árabes, pero seguía manteniendo su dignidad lánguida y sus ademanes papales. Los niños se tomaron la casa como lo hicieron en el pasado las compañeras de Meme. Hasta muy entrada la noche se les oía cotorrear y cantar y bailar zapateados, de modo que la casa parecía un internado
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sin disciplina. Aureliano no se preocupó de la invasión mientras no fueron a molestarlo en el cuarto de Melquíades. Una mañana, dos niños empujaron la puerta, y se espantaron ante la visión del hombre cochambroso y peludo que seguía descifrando los pergaminos en la mesa de trabajo. No se atrevieron a entrar, pero siguieren rondando la habitación. Se asomaban cuchicheando por las hendijas, arrojaban animales vivos por las claraboyas, y en una ocasión clavetearon por fuera la puerta y la ventana, y Aureliano necesitó medio día para forzarlas. Divertidos por la impunidad de sus travesuras, cuatro niños entraron otra mañana en el cuarto, mientras Aureliano estaba en la cocina, dispuestos a destruir los pergaminos. Pero tan pronto como se apoderaron de los pliegos amarillentos, una fuerza angélica los levantó del suelo, y los mantuvo suspendidos en el aire, hasta que regresó Aureliano y les arrebató los pergaminos. Desde entonces no volvieron a molestarlo.
Los cuatro niños mayores, que usaban pantalones cortos a pesar de que ya se asomaban a la adolescencia, se ocupaban de la apariencia personal de José Arcadio. Llegaban más temprano que los otros, y dedicaban la mañana a afeitarle, a darle masajes con toallas calientes, a cortarle y pulirle las uñas de las manos y los pies, a perfumarle con agua florida. En varias ocasiones se metieron en la alberca, para jabonarlo de pies a cabeza, mientras él flotaba boca arriba, pensando en Amaranta. Luego le secaban, le empolvaban el cuerpo, y lo vestían. Une de los niños, que tenía el cabello rubio y crespo, y los ojos de vidries rosados como les conejos, solía dormir en la casa. Eran tan firmes los vínculos que lo unían a José Arcadio que le acompañaba en sus insomnios de asmático, sin hablar, deambulando con él por la casa en tinieblas. Una noche vieren en la alcoba donde dormía Úrsula un resplandor amarillo a través del cemento cristalizado come si un sol subterráneo hubiera convertido en vitral el piso del dormitorio. No tuvieren que encender el foco. Les bastó con levantar las placas quebradas del rincón donde siempre estuve la cama de Úrsula, y donde el resplandor era más intenso, para encontrar la cripta secreta que Aureliano Segundo se cansó de buscar en el delirio de las excavaciones. Allí estaban les tres sacos de lona cerrados con alambre de cobre y, dentro de ellos, los siete mil doscientos catorce doblones de a cuatro, que seguían relumbrando como brasas en la oscuridad.
El hallazgo del tesoro fue como una deflagración. En vez de regresar a Roma con la intempestiva fortuna, que era el sueño madurado en la miseria, José Arcadio convirtió la casa en un paraíso decadente. Cambió por terciopelo nuevo las cortinas y el baldaquín del dormitorio, y les hizo poner baldosas al piso del bañe y azulejos a las paredes. La alacena del comedor se llenó de frutas azucaradas, jamones y encurtidos, y el granero en desuse volvió a abrirse para almacenar vinos y licores que el propio José Arcadio retiraba en la estación del ferrocarril, en cajas marcadas con su nombre. Una noche, él y los cuatro niños mayores hicieren una fiesta que se prolongó hasta el amanecer. A las seis de la mañana salieron desnudos del dormitorio, vaciaron la alberca y la llenaron de champaña. Se zambulleron en bandada, nadando come pájaros que volaran en un cielo dorado de burbujas fragantes, mientras José Arcadio fletaba boca arriba, al margen de la fiesta, evocando a Amaranta con los ojos abiertos. Permaneció así, ensimismado, rumiando la amargura de sus placeres equívocos, hasta después de que los niños se cansaren y se fueron en tropel al dormitorio, donde arrancaron las cortinas de terciopelo para secarse, y cuartearon en el desorden la luna del cristal de roca, y desbarataron el baldaquín de la cama tratando de acostarse en tumulto. Cuando José Arcadio volvió del baño, los encontró durmiendo apelotonados, desnudos, en una alcoba de naufragio Enardecido no tanto por los estragos como por el asco y la lástima que sentía contra sí mismo en el desolado vacío de la saturnal, se armó con unas disciplinas de perrero eclesiástico que guardaba en el fondo del baúl, junte con un cilicio y otros fierros de mortificación y penitencia, y expulsó a los niños de la casa, aullando come un loco, y azotándoles sin misericordia, como no lo hubiera hecho con una jauría de coyotes. Quedó demolido, con una crisis de asma que se prolongó por varios días, y que le dio el aspecto de un agonizante. A la tercera noche de tortura, vencido por la asfixia, fue al cuarto de Aureliano pedirle el favor de que le comprara en una botica cercana unos polvos para inhalar. Fue así come hizo Aureliano su segunda salida a la calle. Sólo tuve que recorrer dos cuadras para llegar hasta la estrecha botica de polvorientas vidrieras con pomos de loza marcados en latín, donde una muchacha con la sigilosa belleza de una serpiente del Nilo le despachó el medicamento que José Arcadio le había escrito en un papel. La segunda visión del pueblo desierto, alumbrado apenas por las amarillentas bombillas de las calles, no despertó en Aureliano más curiosidad que la primera vez. José Arcadio había alcanzado a pensar que había huido, cuando lo vio aparecer de nuevo, un poco anhelante a causa de la prisa, arrastrando las piernas que el encierro y la falta de
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movilidad habían vuelto débiles y torpes. Era tan cierta su indiferencia por el mundo que peces días después José Arcadio violó la promesa que había hecho a su madre, y le dejó en libertad para salir cuando quisiera.
-No tengo nada que hacer en la calle -le contestó Aureliano.
Siguió encerrado, absorto en los pergaminos que peco a poco iba desentrañando, y cuyo sentido, sin embargo, no lograba interpretar. José Arcadio le llevaba al cuarto rebanadas de ja-món, flores azucaradas que dejaban en la boca un regusto primaveral, y en des ocasiones un vaso de buen vino. No se interesó en los pergaminos, que consideraba más bien como un entretenimiento esotérico, pero le llamó la atención la rara sabiduría y el inexplicable conocimiento del mundo que tenía aquel pariente desolado. Supo entonces que era capaz de comprender el inglés escrito, y que entre pergamino y pergamino había leído de la primera página a la última, come si fuera una novela, los seis tomos de la enciclopedia. A eso atribuyó al principio el que Aureliano pudiera hablar de Roma como si hubiera vivido allí muchos años, pero muy pronto se dio cuenta de que tenía conocimientos que no eran enciclopédicos, como los precios de las cosas. «Todo se sabe», fue la única respuesta que recibió de Aureliano, cuando le preguntó cómo había obtenido aquellas informaciones. Aureliano, por su parte, se sorprendió de que José Arcadio visto de cerca fuera tan distinto de la imagen que se había formado de él cuando lo veía deambular por la casa. Era capaz de reír, de permitirse de vez en cuando una nostalgia del pasado de la casa, y de preocuparse por el ambiente de miseria en que se encontraba el cuarto de Melquíades. Aquel acercamiento entre des solitarios de la misma sangre estaba muy lejos de la amistad, pero les permitió a ambos sobrellevar mejor la insondable soledad que al mismo tiempo los separaba y les unía. José Arcadio pude entonces acudir a Aureliano para desenredar ciertos problemas domésticos que lo exasperaban. Aureliano, a su vez, podía sentarse a leer en el corredor, recibir las cartas de Amaranta Úrsula que seguían llegando con la puntualidad de siempre, y usar el baño de donde lo había desterrado José Arcadio desde su llegada.
Una calurosa madrugada ambos despertaren alarmados por unes golpes apremiantes en la puerta de la calle. Era un anciano oscuro, con unes ojos grandes y verdes que le daban a su rostro una fosforescencia espectral, y con una cruz de ceniza en la frente. Las ropas en piltrafas, los zapatos rotos, la vieja mochila que llevaba en el hombre como único equipaje, le daban el aspecto de un pordiosero, pero su conducta tenía una dignidad que estaba en franca contradicción con su apariencia. Bastaba con verlo una vez, aun en la penumbra de la sala, para darse cuenta de que la fuerza secreta que le permitía vivir no era el instinto de conservación, sino la costumbre del miedo. Era Aureliano Amador, el único sobreviviente de les diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía, que iba buscando una tregua en su larga y azarosa existencia de fugitivo. Se identificó, suplicó que le dieran refugie en aquella casa que en sus noches de paria había evocado como el último reducto de seguridad que le quedaba en la vida. Pero José Arcadio y Aureliano no lo recordaban. Creyendo que era un vagabundo, lo echaron a la calle a empellones. Ambos vieron entonces desde la puerta el final de un drama que había empezado desde antes de que José Arcadio tuviera uso de razón. Des agentes de la policía que habían perseguido a Aureliano Amador durante años, que lo habían rastreado como perros por medio mundo, surgieron de entre los almendros de la acera opuesta y le hicieron des tiros de máuser que le penetraron limpiamente por la cruz de ceniza.
En realidad, desde que expulsó a los niños de la casa, José Arcadio esperaba noticias de un trasatlántico que saliera para Nápoles antes de Navidad. Se lo había dicho a Aureliano, e inclusive había hecho planes para dejarle montado un negocie que le permitiera vivir, porque la canastilla de víveres no volvió a llegar desde el entierro de Fernanda. Sin embargo, tampoco aquel sueño final había de cumplirse. Una mañana de septiembre, después de tomar el café con Aureliano en la cocina, José Arcadio estaba terminando su baño diario cuando irrumpieron por entre los portillos de las tejas les cuatro niños que había expulsado de la casa. Sin darle tiempo de defenderse, se metieren vestidos en la alberca, lo agarraron por el pelo y le mantuvieren la cabeza hundida, hasta que cesó en la superficie la borboritación de la agonía, y el silencioso y pálido cuerpo de delfín se deslizó hasta el fondo de las aguas fragantes. Después se llevaron les tres sacos de ere que sólo elles y su víctima sabían dónde estaban escondidos. Fue una acción tan rápida, metódica y brutal, que pareció un asalte de militares. Aureliano, encerrado en su cuarto, no se dio cuenta de nada. Esa tarde, habiéndolo echado de menos en la cocina, buscó a José Arcadio por toda la casa, y lo encontró fletando en les espejos perfumados de la alberca,
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enorme y tumefacto, y todavía pensando en Amaranta. Sólo entonces comprendió cuánto había empezado a quererlo.
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XIX
Amaranta Úrsula regresó con los primeros ángeles de diciembre, empujada por brisas de velero, llevando al espose amarrado por el cuello con un cordel de seda. Apareció sin ningún anuncio, con un vestido color de marfil, un hilo de perlas que le daba casi a las rodillas, sortijas de esmeraldas y topacios, y el cabello redondo y liso rematado en las orejas con puntas de golondrinas. El hombre con quien se había casado seis meses antes era un flamenco madure, esbelto, con aires de navegante. No tuvo sino que empujar la puerta de la sala para comprender que su ausencia había sido más prolongada y demoledora de le que ella suponía.
-Dios mío -gritó, más alegre que alarmada-, ¡cómo se ve que no hay una mujer en esta casa!
El equipaje no cabía en el corredor. Además del antiguo baúl de Fernanda con que la mandaron al colegio, llevaba des roperos verticales, cuatro maletas grandes, un talego para las sombrillas, ocho cajas de sombreros, una jaula gigantesca con medie centenar de canarios, y el velocípedo del marido, desarmado dentro de un estuche especial que permitía llevarlo come un violoncelo. Ni siquiera se permitió un día de descanso al cabo del largo viaje. Se puso un gastado overol de lienzo que había llevado el esposo con otras prendas de motorista, y emprendió una nueva restauración de la casa. Desbandó las hormigas coloradas que ya se habían apoderado del corredor, resucitó los rosales, arrancó la maleza de raíz, y volvió a sembrar helechos, oréganos y begonias en los tiestos del pasamanos. Se puso al frente de una cuadrilla de carpinteros, cerrajeros y albañiles que resanaron las grietas de los pisos, enquiciaren puertas y ventanas, renovaron les muebles y blanquearen las paredes por dentro y por fuera, de modo que tres meses después de su llegada se respiraba otra vez el aire de juventud y de fiesta que hubo en les tiempos de la pianola. Nunca se vio en la casa a nadie con mejor humor a toda hora y en cualquier circunstancia, ni a nadie más dispuesto a cantar y bailar, y a tirar la basura las cosas y las costumbres revenidas. De un escobazo acabó con los recuerdos funerarios y los montones de cherembecos inútiles y aparatos de superstición que se apelotonaban en los rincones, y lo único que conservó, por gratitud a Úrsula, fue el daguerrotipo de Remedios en la sala. «Miren qué lujo -gritaba muerta de risa-. ¡Una bisabuela de catorce años!» Cuando uno de les albañiles le contó que la casa estaba poblada de aparecidos, y que el único modo de espantarlos era buscando los tesoros que habían dejado enterrados, ella replicó entre carcajadas que no creía en supersticiones de hombres. Era tan espontánea, tan emancipada, con un espíritu tan moderno y libre, que Aureliano no supo qué hacer con el cuerpo cuando la vio llegar. «¡Qué bárbaro! -gritó ella, feliz, con los brazos abiertos-. ¡Miren cómo ha crecido mi adorado antropófago!» Antes de que él tuviera tiempo de reaccionar, ya ella había puesto un disco en el gramófono portátil que llevó consigo, y estaba tratando de enseñarle los bailes de moda. Lo obligó a cambiarse les escuálidos pantalones que heredó del coronel Aureliano Buendía, le regaló camisas juveniles y zapatos de des colores, y lo empujaba a la calle cuando pasaba mucho tiempo en el cuarto de Melquíades.
Activa, menuda, indomable, como Úrsula, y casi tan bella y provocativa como Remedies, la bella, estaba dotada de un raro instinto para anticiparse a la moda. Cuando recibía por correo les figurines más recientes, apenas le servían para comprobar que no se había equivocado en les modelos que inventaba, y que cosía en la rudimentaria máquina de manivela de Amaranta. Estaba suscrita a cuanta revista de modas, información artística y música popular se publicaba en Europa, y apenas les echaba una ojeada para darse cuenta de que las cosas iban en el mundo como ella las imaginaba. No era comprensible que una mujer con aquel espíritu hubiera regresado a un pueblo muerte, deprimido por el polvo y el calor, y menos con un marido que tenía dinero de sobra para vivir bien en cualquier parte del mundo, y que la amaba tanto que se había sometido a ser llevado y traído por ella con el dogal de seda. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba era más evidente su intención de quedarse, pues no concebía planes que no fue-ran a largo plazo, ni tomaba determinaciones que no estuvieran orientadas a procurarse una vida cómoda y una vejez tranquila en Macondo. La jaula de canarios demostraba que esos propósitos no eran improvisados. Recordando que su madre le había contado en una carta el exterminio de los pájaros, habla retrasado el viaje varios meses hasta encontrar un barco que hiciera escala en las islas Afortunadas, y allí seleccionó las veinticinco parejas de canarios más finos para repoblar
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el cielo de Macondo. Esa fue la más lamentable de sus numerosas iniciativas frustradas. A medida que los pájaros se reproducían, Amaranta Úrsula los iba soltando por parejas, y más tardaban en sentirse libres que en fugarse del pueblo. En vano procuró encariñarles con la pajarera que construyó Úrsula en la primera restauración. En vano les falsificó nidos de esparto en los almendros, y regó alpiste en los techos y alborotó a los cautivos para que sus cantos disuadieran a los desertores, porque éstos se remontaban a la primera tentativa y daban una vuelta en el cielo, apenas el tiempo indispensable para encontrar el rumbo de regreso a las islas Afortunadas.
Un año después del retorne, aunque no hubiera conseguido entablar una amistad ni promover una fiesta, Amaranta Úrsula seguía creyendo que era posible rescatar aquella comunidad elegida por el infortunio. Gastón, su marido, se cuidaba de no contrariaría, aunque desde el mediodía mortal en que descendió del tren comprendió que la determinación de su mujer había sido provocada por un espejismo de la nostalgia. Seguro de que sería derrotada por la realidad, no se tomó siquiera el trabajo de armar el velocípedo, sino que se dio a perseguir los huevos más lúcidos entre las telarañas que desprendían les albañiles, y los abría con las uñas y se gastaba las horas contemplando con una lupa las arañitas minúsculas que salían del interior. Más tarde, creyendo que Amaranta Úrsula continuaba con las reformas por no dar su brazo a torcer, resolvió armar el aparatoso velocípedo cuya rueda anterior era mucho más grande que la posterior, y se dedicó a capturar y disecar cuanto insecto aborigen encontraba en los contornos, que remitía en frascos de mermelada a su antiguo profesor de histeria natural de la Universidad de Lieja, donde había hecho estudios avanzados en entomología aunque su vocación dominante era la de aeronauta. Cuando andaba en el velocípedo usaba pantalones de acróbata, medias de gaitero y cachucha de detective, pero cuando andaba de a pie vestía de lino crudo, intachable, con zapatos blancos, corbatín de seda, sombrero canotier y una vara de mimbre en la mano. Tenía unas pupilas pálidas que acentuaban su aire de navegante, y un bigotito de pelos de ardilla. Aunque era por lo menos quince años mayor que su mujer, sus gustos juveniles, su vigilante determinación de hacerla feliz, y sus virtudes de buen amante, compensaban la diferencia. En realidad, quienes veían aquel cuarentón de hábitos cautelosos, con su sedal al cuello y su bicicleta de circo, no hubieran pedido pensar que tenía con su joven esposa un pacte de amor desenfrenado, y que ambos cedían al apremio recíproco en los lugares menos adecuados y donde los sorprendiera la inspiración, como le hicieron desde que empezaron a verse, y con una pasión que el transcurso del tiempo y las circunstancias cada vez más insólitas iban profundizando y enriqueciendo. Gastón no sólo era un amante feroz, de una sabiduría y una imaginación inagotables, sine que era tal vez el primer hombre en la historia de la especie que hizo un aterrizaje de emergencia y estuvo a punto de matarse con su novia sólo por hacer el amor en un campo de violetas.
Se habían conocido tres años antes de casarse, cuando el biplano deportivo en que él hacía piruetas sobre el colegio en que estudiaba Amaranta Úrsula intentó una maniobra intrépida para eludir el asta de la bandera, y la primitiva armazón de lona y papel de aluminio quedó colgada por la cola en los cables de la energía eléctrica. Desde entonces, sin hacer caso de su pierna entablillada, él iba los fines de semana a recoger a Amaranta Úrsula en la pensión de religiosas donde vivió siempre, cuyo reglamento no era tan severo como deseaba Fernanda, y la llevaba a su club deportivo. Empezaron a amarse a 500 metros de altura, en el aire dominical de las landas, y más se sentían compenetrados mientras más minúsculos iban haciéndose los seres de la tierra. Ella le hablaba de Macondo como del pueblo más luminoso y plácido del mundo, y de una casa enorme, perfumada de orégano, donde quería vivir hasta la vejez con un marido leal y des hijos indómitos que se llamaran Rodrigo y Gonzalo, y en ningún caso Aureliano y José Arcadio, y una hija que se llamara Virginia, y en ningún caso Remedios. Había evocado con una tenacidad tan anhelante el pueblo idealizado por la nostalgia, que Gastón comprendió que ella no quisiera casarse si no la llevaba a vivir en Macondo. Él estuvo de acuerdo, como lo estuvo más tarde con el sedal, porque creyó que era un capricho transitorio que más valía defraudar a tiempo. Pero cuando transcurrieron des años en Macondo y Amaranta Úrsula seguía tan contenta como el primer día, él comenzó a dar señales de alarma. Ya para entonces había disecado cuanto insecto era disecable en la región, hablaba el castellano como un nativo, y había descifrado todos los crucigramas de las revistas que recibían por correo. No tenía el pretexto del clima para apresurar el regreso, porque la naturaleza lo había dotado de un hígado colonial, que resistía sin quebrantos el bochorno de la siesta y el agua con gusarapos. Le gustaba tanto la comida criolla, que una vez se comió un sartal de ochenta y des huevos de iguana. Amaranta Úrsula, en cambio,
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se hacia llevar en el tren pescados y mariscos en cajas de hielo, carnes en latas y frutas almibaradas, que era lo único que podía comer, y seguía vistiéndose a la moda europea y recibiendo figurines por correo, a pesar de que no tenía dónde ir ni a quién visitar, y de que a esas alturas su marido carecía de humor para apreciar sus vestidos cortos, sus fieltros ladeados y sus collares de siete vueltas. Su secreto parecía consistir en que siempre encontraba el modo de estar ocupada, resolviendo problemas domésticos que ella misma creaba y haciendo mal ciertas cosas que corregía al día siguiente, con una diligencia perniciosa que habría hecho pensar a Fernanda en el vicio hereditario de hacer para deshacer. Su genio festivo continuaba entonces tan despierto, que cuando recibía discos nuevos invitaba a Gastón a quedarse en la sala hasta muy tarde para ensayar los bailes que sus compañeras de colegio le describían con dibujos, y terminaban generalmente haciendo el amor en los mecedores vieneses o en el suelo pelado. Lo único que le faltaba para ser completamente feliz era el nacimiento de los hijos, pero respetaba el pacto que había hecho con su marido de no tenerlos antes de cumplir cinco años de casados.
Buscando algo con que llenar sus horas muertas, Gastón solía pasar la mañana en el cuarto de Melquíades, con el esquivo Aureliano. Se complacía en evocar con él los rincones más íntimos de su tierra, que Aureliano conocía como si hubiera estado en ella mucho tiempo. Cuando Gastón le preguntó cómo había hecho para obtener informaciones que no estaban en la enciclopedia, recibió la misma respuesta que José Arcadio:
«Todo se sabe.» Además del sánscrito, Aureliano había aprendido el inglés y el francés, y algo del latín y del griego. Como entonces salía todas las tardes, y Amaranta Úrsula le había asignado una suma semanal para sus gastos personales, su cuarto parecía una sección de la librería del sabio catalán. Leía con avidez hasta muy altas horas de la noche, aunque por la forma en que se refería a sus lecturas, Gastón pensaba que no compraba los libros para informarse sino para verificar la exactitud de sus conocimientos, y que ninguno le interesaba más que los pergaminos, a los cuales dedicaba las mejores horas de la mañana. Tanto a Gastón como a su esposa les habría gustado incorporarlo a la vida familiar, pero Aureliano era hombre hermético, con una nube de misterio que el tiempo iba haciendo más densa. Era una condición tan infranqueable, que Gastón fracasó en sus esfuerzos por intimar con él, y tuvo que buscarse otro entretenimiento para llenar sus horas muertas. Fue por esa época que concibió la idea de establecer un servicio de correo aéreo.
No era un proyecto nuevo. En realidad lo tenía bastante avanzado cuando conoció a Amaranta Úrsula, sólo que no era para Macondo sine para el Congo Belga, donde su familia tenía in-versiones en aceite de palma. El matrimonio, la decisión de pasar unos meses en Macondo para complacer a la esposa, lo habían obligado a aplazarle. Pero cuando vio que Amaranta Úrsula estaba empeñada en organizar una junta de mejoras públicas, y hasta se reía de él por insinuar la posibilidad del regreso, comprendió que las cosas iban para largo, y volvió a establecer contacto con sus olvidados socios de Bruselas, pensando que para ser pionero daba lo mismo el Caribe que el África. Mientras progresaban las gestiones, preparó un campe de aterrizaje en la antigua región encantada que entonces parecía una llanura de pedernal resquebrajado, y estudió la dirección de les vientos, la geografía del litoral y las rutas más adecuadas para la navegación aérea, sin saber que su diligencia, tan parecida a la de míster Herbert, estaba infundiendo en el pueble la peligrosa sospecha de que su propósito no era planear itinerarios sino sembrar banano. Entusiasmado con una ocurrencia que después de todo podía justificar su establecimiento definitivo en Macondo, hizo varios viajes a la capital de la provincia, se entrevistó con las autoridades, y obtuvo licencias y suscribió contratos de exclusividad. Mientras tanto, mantenía con los socios de Bruselas una correspondencia parecida a la de Fernanda con los médicos invisibles, y acabó de convencerlos de que embarcaran el primer aeroplano al cuidado de un mecánico experto, que lo armara en el puerto más próximo y lo llevara velando a Macondo. Un año después de las primeras mediciones y cálculos meteorológicos, confiando en las promesas reiteradas de sus corresponsales, había adquirido la costumbre de pasearse por las calles, mirando el cielo, pendiente de los rumores de la brisa, en espera de que apareciera el aeroplano.
Aunque ella no lo había notado, el regreso de Amaranta Úrsula determinó un cambio radical en la vida de Aureliano. Después de la muerte de José Arcadio, se había vuelto un cliente asiduo de la librería del sabio catalán. Además, la libertad de que entonces disfrutaba, y el tiempo de que disponía, le despertaron una cierta curiosidad por el pueblo, que conoció sin asombro. Recorrió las calles polvorientas y solitarias, examinando con un interés más científico que humano el interior de las casas en ruinas, las redes metálicas de las ventanas, rotas por el óxido y los
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pájaros moribundos, y los habitantes abatidos por los recuerdos. Trató de reconstruir con la imaginación el arrasado esplendor de la antigua ciudad de la compañía bananera, cuya piscina seca estaba llena hasta los bordes de podridos zapatos de hombre y zapatillas de mujer, y en cuyas casas desbaratadas por la cizaña encontró el esqueleto de un perro alemán todavía atado a una argolla con una cadena de acere, y un teléfono que repicaba, repicaba, repicaba, hasta que él lo descolgó, entendió le que una mujer angustiada y remota preguntaba en inglés, y le contestó que sí, que la huelga había terminado, que los tres mil muertos habían sido echados al mar, que la compañía bananera se había ido, y que Macondo estaba por fin en paz desde hacía muchos años. Aquellas correrías lo llevaron al postrado barrio de tolerancia, donde en otros tiempos se quemaban mazos de billetes para animar la cumbiamba, y que entonces era un vericueto de calles más afligidas y miserables que las otras, con algunos focos rojos todavía encendidos, y con yermos salones de baile adornados con piltrafas de guirnaldas, donde las macilentas y gordas viudas de nadie, las bisabuelas francesas y las matriarcas babilónicas, continuaban esperando junto a las victrolas. Aureliano no encontró quien recordara a su familia, ni siquiera al coronel Aureliano Buendía, salvo el más antiguo de los negros antillanos, un anciano cuya cabeza algodonada le daba el aspecto de un negativo de fotografía, que seguía cantando en el pórtico de la casa los salmos lúgubres del atardecer. Aureliano conversaba con él en el enrevesado papiamento que aprendió en pocas semanas, y a veces compartía el caldo de cabezas de gallo que preparaba la bisnieta, una negra grande, de huesos sólidos, caderas de yegua y tetas de melones vivos, y una cabeza redonda, perfecta, acorazada por un duro capacete de pelos de alambre, que parecía el almófar de un guerrero medieval. Se llamaba Nigromanta. Por esa época, Aureliano vivía de vender cubiertos, palmatorias y otros chécheres de la casa. Cuando andaba sin un céntimo, que era lo más frecuente, conseguía que en las fondas del mercado le regalaran las cabezas de gallo que iban a tirar en la basura, y se las llevaba a Nigromanta para que le hiciera sus sopas aumentadas con verdolaga y perfumadas con hierbabuena. Al morir el bisabuelo, Aureliano dejó de frecuentar la casa, pero se encontraba a Nigromanta baje los oscuros almendros de la plaza, cautivando con sus silbos de animal montuno a los escasos trasnochadores. Muchas veces la acompañó, hablando en papiamento de las sopas de cabezas de gallo y otras exquisiteces de la miseria, y hubiera seguido haciéndolo si ella no lo hubiera hecho caer en la cuenta de que su compañía le ahuyentaba la clientela. Aunque algunas veces sintió la tentación, y aunque a la propia Nigromanta le hubiera parecido una culminación natural de la nostalgia compartida, no se acostaba con ella. De modo que Aureliano seguía siendo virgen cuando Amaranta Úrsula regresó a Macondo y le dio un abrazo fraternal que lo dejó sin aliento. Cada vez que la veía, y peor aún cuando ella le enseñaba los bailes de moda, él sentía el mismo desamparo de esponjas en los huesos que turbó a su tatarabuelo cuando Pilar Ternera le puso pretextes de barajas en el granero. Tratando de sofocar el tormento, se sumergió más a fondo en los pergaminos y eludió los halagos inocentes de aquella tía que emponzoñaba sus noches con efluvios de tribulación, pero mientras más la evitaba, con más ansiedad esperaba su risa pedregosa, sus aullidos de gata feliz y sus canciones de gratitud, agonizando de amor a cualquier hora y en los lugares menos pensados de la casa. Una noche, a diez metros de su cama, en el mesón de platería, los espesos del vientre desquiciado desbarataron la vidriera y terminaren amándose en un charco de ácido muriático. Aureliano no sólo no pudo dormir un minuto, sino que pasó el día siguiente con calentura, sollozando de rabia. Se le hizo eterna la llegada de la primera noche en que esperó a Nigromanta a la sombra de los almendros, atravesado por las agujas de hielo de la incertidumbre, y apretando en el puño el peso con cincuenta centavos que le había pedido a Amaranta Úrsula, no tanto porque los necesitara, como para complicarla, envilecería y prostituiría de algún modo con su aventura. Nigromanta lo llevó a su cuarto alumbrado con veladoras de superchería, a su cama de tijeras con el lienzo percudido de malos amores, y su cuerpo de perra brava, empedernida, desalmada, que se preparó para despacharía como si fuera un niño asustado, y se encontró de pronto con un hombre cuyo poder tremendo exigió a sus en-trañas un movimiento de reacomodación sísmica.
Se hicieron amantes. Aureliano ocupaba la mañana en descifrar pergaminos, y a la hora de la siesta iba al dormitorio soporífero donde Nigromanta lo esperaba para enseñarle a hacer primero como las lombrices, luego come los caracoles y por último como los cangrejos, hasta que tenía que abandonarlo para acechar amores extraviados. Pasaron varias semanas antes de que Aureliano descubriera que ella tenía alrededor de la cintura un cintillo que parecía hecho con una cuerda de violoncelo, pero que era duro como el acero y carecía de remate, porque había nacido
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y crecido con ella. Casi siempre, entre amor y amor, comían desnudos en la cama, en el calor alucinante y baje las estrellas diurnas que el óxido iba haciendo despuntar en el techo de cinc. Era la primera vez que Nigromanta tenía un hombre fijo, un machucante de planta, como ella misma decía muerta de risa, y hasta empezaba a hacerse ilusiones de corazón cuando Aureliano le confió su pasión reprimida por Amaranta Úrsula, que no había conseguido remediar con la sustitución, sino que le iba torciendo cada vez más las entrañas a medida que la experiencia ensanchaba el horizonte del amor. Entonces Nigromanta siguió recibiéndolo con el mismo calor de siempre, pero se hizo pagar los servicios con tanto rigor, que cuando Aureliano no tenía dinero se los cargaba en la cuenta que no llevaba con números sine con rayitas que iba trazando con la uña del pulgar detrás de la puerta. Al anochecer, mientras ella se quedaba barloventeando en las sombras de la plaza, Aureliano pasaba por el corredor como un extraño, saludando apenas a Amaranta Úrsula y a Gastón que de ordinario cenaban a esa hora, y volvía a encerrarse en el cuarto, sin poder leer ni escribir, ni siquiera pensar, por la ansiedad que le provocaban las risas, los cuchichees, los retozos preliminares, y luego las explosiones de felicidad agónica que colmaban las noches de la casa. Ésa era su vida dos años antes de que Gastón empezara a esperar el aeroplano, y seguía siendo igual la tarde en que fue a la librería del sabio catalán y encontró a cuatro muchachos despotricadores, encarnizados en una discusión sobre los métodos de matar cucarachas en la Edad Media. El viejo librero, conociendo la afición de Aureliano por libros que sólo había leído Beda el Venerable, lo instó con una cierta malignidad paternal a que terciara en la controversia, y él ni siquiera tomó aliento para explicar que las cucarachas, el insecto alado más antiguo sobre la tierra, era ya la víctima favorita de les chancletazos en el Antiguo Testamento, pero que come especie era definitivamente refractaria a cualquier método de exterminio, desde las rebanadas de tomate con bórax hasta la harina con azúcar, pues sus mil seiscientas tres variedades habían resistido a la más remota, tenaz y despiadada persecución que el hombre había desatado desde sus orígenes contra ser viviente alguno, inclusive el propio hombre, hasta el extremo de que así como se atribuía al género humano un instinto de reproducción, debía atribuírsele otro más definido y apremiante, que era el instinto de matar cucarachas, y que si éstas habían logrado escapar a la ferocidad humana era porque se habían refugiado en las tinieblas, donde se hicieron invulnerables por el miedo congénito del hombre a la oscuridad, pero en cambio se volvieron susceptibles al esplendor del mediodía, de modo que ya en la Edad Media, en la actualidad y por los siglos de los siglos, el único método eficaz para matar cucarachas era el deslumbramiento solar.
Aquel fatalismo enciclopédico fue el principio de una gran amistad. Aureliano siguió reuniéndose todas las tardes con los cuatro discutidores, que se llamaban Alvaro, Germán, Alfonso y Gabriel, los primeros y últimos amigos que tuvo en la vida. Para un hombre como él, encastillado en la realidad escrita, aquellas sesiones tormentosas que empezaban en la librería a las seis de la tarde y terminaban en los burdeles al amanecer, fueron una revelación. No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda. Había de transcurrir algún tiempo antes de que Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía erigen en el ejemplo del sabio catalán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos.
La tarde en que Aureliano sentó cátedra sobre las cucarachas, la discusión terminó en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre, un burdel de mentiras en los arrabales de Macondo. La propietaria era una mamasanta sonriente, atormentada por la manía de abrir y cerrar puertas. Su eterna sonrisa parecía provocada por la credulidad de los clientes, que admitían como algo cierto un establecimiento que no existía sino en la imaginación, porque allí hasta las cosas tangibles eran irreales: los muebles que se desarmaban al sentarse, la victrola destripada en cuyo interior había una gallina incubando, el jardín de flores de papel, los almanaques de años anteriores a la llegada de la compañía bananera, los cuadros con litografías recortadas de revistas que nunca se editaron. Hasta las putitas tímidas que acudían del vecindario cuando la propietaria les avisaba que habían llegado clientes, eran una pura invención. Aparecían sin saludar, con los trajecitos floreados de cuando tenían cinco años menos, y se los quitaban con la misma inocencia con que se los habían puesto, y en el paroxismo del amor exclamaban asombradas qué barbaridad, mira cómo se está cayendo ese techo, y tan pronto como recibían su peso con cincuenta centavos se lo gastaban en un pan y un pedazo de queso que les vendía la propietaria, más risueña que nunca, porque solamente ella sabía que tampoco
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esa comida era verdad. Aureliano, cuyo mundo de entonces empezaba en los pergaminos de Melquíades y terminaba en la cama de Nigromanta encontró en el burdelito imaginario una cura de burro para la timidez. Al principio no lograba llegar a ninguna parte, en unos cuartos donde la dueña entraba en los mejores momentos del amor y hacía toda clase de comentarios sobre los encantos íntimos de los protagonistas. Pero con el tiempo llegó a familiarizarse tanto con aquellos percances del mundo, que una noche más desquiciada que las otras se desnudó en la salita de recibo y recorrió la casa llevando en equilibrio una botella de cerveza sobre su masculinidad in-concebible. Fue él quien puso de moda las extravagancias que la propietaria celebraba con su sonrisa eterna, sin protestar, sin creer en ellas, lo mismo cuando Germán trató de incendiar la casa para demostrar que no existía, que cuando Alfonso le torció el pescuezo al loro y le echó en la olla donde empezaba a hervir el sancoche de gallina.
Aunque Aureliano se sentía vinculado a los cuatro amigos por un mismo cariñe y una misma solidaridad, hasta el punto de que pensaba en ellos como si fueran uno solo, estaba más cerca de Gabriel que de los otros. El vínculo nació la noche en que él habló casualmente del coronel Aureliano Buendía, y Gabriel fue el único que no creyó que se estuviera burlando de alguien. Hasta la dueña, que no solía intervenir en las conversaciones, discutió con una rabiosa pasión de comadrona que el coronel Aureliano Buendía, de quien en efecto había oído hablar alguna vez, era un personaje inventado por el gobierne como un pretexto para matar liberales. Gabriel, en cambio, no ponía en duda la realidad del coronel Aureliano Buendía, porque había sido compañero de armas y amigo inseparable de su bisabuelo, el coronel Gerineldo Márquez. Aquellas veleidades de la memoria eran todavía más críticas cuando se hablaba de la matanza de los trabajadores. Cada vez que Aureliano tocaba el punto, no sólo la propietaria, sino algunas personas mayores que ella, repudiaban la patraña de los trabajadores acorralados en la estación, y del tren de doscientos vagones cargados de muertos, e inclusive se obstinaban en lo que después de todo había quedado establecido en expedientes judiciales y en los textos de la escuela primaria: que la compañía bananera no había existido nunca. De modo que Aureliano y Gabriel estaban vinculados por una especie de complicidad, fundada en hechos reales en los que nadie creía, y que habían afectado sus vidas hasta el punto de que ambos se encontraban a la deriva en la resaca de un mundo acabado, del cual sólo quedaba la nostalgia. Gabriel dormía donde lo sorprendiera la hora. Aureliano lo acomodó varias veces en el taller de platería, pero se pasaba las noches en vela, perturbado por el trasiego de los muertos que andaban basta el amanecer por los dormitorios. Más tarde se lo encomendó a Nigromanta, quien lo llevaba a su cuartito multitudinario cuando estaba libre, y le anotaba las cuentas con rayitas verticales detrás de la puerta, en los pocos espacios disponibles que habían dejado las deudas de Aureliano.
A pesar de su vida desordenada, todo el grupo trataba de hacer algo perdurable, a instancias del sabio catalán. Era él, con su experiencia de antiguo profesor de letras clásicas y su depósito de libros raros, quien los había puesto en condiciones de pasar una noche entera buscando la trigésimo séptima situación dramática, en un pueblo donde ya nadie tenía interés ni posibilidades de ir más allá de la escuela primaria. Fascinado por el descubrimiento de la amistad, aturdido por los hechizos de un mundo que le había sido vedado por la mezquindad de Fernanda, Aureliano abandonó el escrutinio de los pergaminos, precisamente cuando empezaban a revelársele como predicciones en versos cifrados. Pero la comprobación posterior de que el tiempo alcanzaba para todo sin que fuera necesario renunciar a los burdeles, le dio ánimos para volver al cuarto de Melquíades, decidido a no flaquear en su empeño hasta descubrir las últimas claves. Eso fue por los días en que Gastón empezaba a esperar el aeroplano, y Amaranta Úrsula se encontraba tan sola, que una mañana apareció en el cuarto.
-Hola, antropófago -le dijo-. Otra vez en la cueva.
Era irresistible, con su vestido inventado, y uno de los largos collares de vértebras de sábalo, que ella misma fabricaba. Había desistido del sedal, convencida de la fidelidad del marido, y por primera vez desde el regreso parecía disponer de un rato de ocio. Aureliano no hubiera tenido necesidad de verla para saber que había llegado. Ella se acodó en la mesa de trabajo, tan cercana e inerme que Aureliano percibió el hondo rumor de sus huesos, y se interesó en los pergaminos. Tratando de sobreponerse a la turbación, él atrapó la voz que se le fugaba, la vida que se le iba, la memoria que se le convertía en un pólipo petrificado, y le habló del destino levítico del sánscrito, de la posibilidad científica de ver el futuro transparentado en el tiempo como se ve a contraluz lo escrito en el reverso de un papel, de la necesidad de cifrar las predicciones para que no se derrotaran a sí mismas, y de las Centurias de Nostradamus y de la destrucción de
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Cantabria anunciada por San Millán. De pronto, sin interrumpir la plática, movido por un impulso que dormía en él desde sus orígenes, Aureliano puso su mano sobre la de ella, creyendo que aquella decisión final ponía término a la zozobra. Sin embargo, ella le agarró el índice con la inocencia cariñosa con que lo hizo muchas veces en la infancia, y lo tuvo agarrado mientras él seguía contestando sus preguntas. Permanecieron así, vinculados por un índice de hielo que no transmitía nada en ningún sentido, hasta que ella despertó de su sueño momentáneo y se dio una palmada en la frente. «¡Las hormigas!», exclamó. Y entonces se olvidó de los manuscritos, llegó hasta la puerta con un paso de baile, y desde allí le mandó a Aureliano con la punta de los dedos el mismo beso con que se despidió de su padre la tarde en que la mandaron a Bruselas.
-Después me explicas -dijo-. Se me había olvidado que hoy es día de echar cal en los huecos de las hormigas.
Siguió yendo al cuarto ocasionalmente, cuando tenía algo que hacer por esos lados, y permanecía allí breves minutos, mientras su marido continuaba escrutando el cielo. Ilusionado con aquel cambio, Aureliano se quedaba entonces a comer en familia, como no lo hacía desde los primeros meses del regrese de Amaranta Úrsula. A Gastón le agradó. En las conversaciones de sobremesa, que solían prolongarse por más de una hora, se dolía de que sus socios le estuvieran engañando. Le habían anunciado el embarque del aeroplano en un buque que no llegaba, y aunque sus agentes marítimos insistían en que no llegaría nunca porque no figuraba en las listas de les barcos del Caribe, sus socios se obstinaban en que el despacho era correcto, y hasta insinuaban la posibilidad de que Gastón les mintiera en sus cartas. La correspondencia alcanzó tal grado de suspicacia recíproca, que Gastón optó por no volver a escribir, y empezó a sugerir la posibilidad de un viaje rápido a Bruselas, para aclarar las cosas, y regresar con el aeroplano. Sin embargo, el proyecto se desvaneció tan pronto como Amaranta Úrsula reiteró su decisión de no moverse de Macondo aunque se quedara sin marido. En los primeros tiempos, Aureliano compartió la idea generalizada de que Gastón era un tonto en velocípedo, y eso le suscitó un vago sentimiento de piedad. Más tarde, cuando obtuvo en los burdeles una información más profunda sobre la naturaleza de los hombres, pensó que la mansedumbre de Gastón tenía origen en la pasión desmandada. Pero cuando lo conoció mejor, y se dio cuenta de que su verdadero carácter estaba en contradicción con su conducta sumisa, concibió la maliciosa sospecha de que hasta la espera del aeroplano era una farsa. Entonces pensó que Gastón no era tan tonto como lo aparentaba, sino al contrario, un hombre de una constancia, una habilidad y una paciencia infinitas, que se había propuesto vencer a la esposa por el cansancio de la eterna complacencia, del nunca decirle que no, del simular una conformidad sin límites, dejándola enredarse en su propia telaraña, hasta el día en que no pudiera soportar más el tedio de las ilusiones al alcance de la mano, y ella misma hiciera las maletas para volver a Europa. La antigua piedad de Aureliano se transformó en una animadversión virulenta. Le pareció tan perverso el sistema de Gastón, pero al mismo tiempo tan eficaz, que se atrevió a prevenir a Amaranta Úrsula. Sin embargo, ella se burló de su suspicacia, sin vislumbrar siquiera la desgarradora carga de amor, de incertidumbre y de celos que llevaba dentro. No se le había ocurrido pensar que suscitaba en Aureliano algo más que un afecto fraternal, hasta que se pinchó un dedo tratando de destapar una lata de melocotones, y él se precipitó a chuparle la sangre con una avidez y una devoción que le erizaron la piel.
-¡Aureliano! -rió ella, inquieta-. Eres demasiado malicioso para ser un buen murciélago.
Entonces Aureliano se desbordó. Dándole besitos huérfanos en el cuenco de la mano herida, abrió los pasadizos más recónditos de su corazón, y se sacó una tripa interminable y macerada, el terrible animal parasitario que había incubado en el martirio. Le contó cómo se levantaba a medianoche para llorar de desamparo y de rabia en la ropa íntima que ella dejaba secando en el baño. Le contó con cuánta ansiedad le pedía a Nigromanta que chillara como una gata, y sollozara en su oído gastón gastón gastón, y con cuánta astucia saqueaba sus frascos de perfume para encontrarles en el cuello de las muchachitas que se acostaban por hambre. Espantada con la pasión de aquel desahogo, Amaranta Úrsula fue cerrando los dedos, contrayéndolos come un molusco, hasta que su mano herida, liberada de todo dolor y todo vestigio de misericordia, se convirtió en un nudo de esmeraldas y topacios, y huesos pétreos e insensibles.
-¡Bruto! -dijo, como si estuviera escupiendo-. Me voy a Bélgica en el primer barco que salga.
Álvaro había llegado una de esas tardes a la librería del sabio catalán, pregonando a voz en cuello su último hallazgo: un burdel zoológico. Se llamaba El Niño de Oro, y era un inmenso salón al aire libre, por donde se paseaban a voluntad no menos de doscientos alcaravanes que daban la
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hora con un cacareo ensordecedor. En los corrales de alambre que rodeaban la pista de baile, y entre grandes camelias amazónicas, había garzas de colores, caimanes cebados como cerdos, serpientes de doce cascabeles, y una tortuga de concha dorada que se zambullía en un minúsculo océano artificial. Había un perrazo blanco, manso y pederasta, que sin embargo prestaba servicios de padrote para que le dieran de comer. El aire tenía una densidad ingenua, como si lo acabaran de inventar, y las bellas mulatas que esperaban sin esperanza entre pétalos sangrientos y discos pasados de moda, conocían oficios de amor que el hombre había dejado olvidados en el paraíso terrenal. La primera noche en que el grupo visitó aquel invernadero de ilusiones, la espléndida y taciturna anciana que vigilaba el ingreso en un mecedor de bejuco, sintió que el tiempo regresaba a sus manantiales primarios, cuando entre los cinco que llegaban descubrió un hombre óseo, cetrino, de pómulos tártaros, marcado para siempre y desde el principio del mundo por la viruela de la soledad.
-¡Ay -suspiró- Aureliano!
Estaba viendo otra vez al coronel Aureliano Buendía, como lo vio a la luz de una lámpara mucho antes de las guerras, mucho antes de la desolación de la gloria y el exilio del desencanto, la remota madrugada en que él fue a su dormitorio para impartir la primera orden de su vida: la orden de que le dieran amor. Era Pilar Ternera. Años antes, cuando cumplió los ciento cuarenta y cinco, había renunciado a la perniciosa costumbre de llevar las cuentas de su edad, y continuaba viviendo en el tiempo estático y marginal de los recuerdes, en un futuro perfectamente revelado y establecido, más allá de los futuros perturbados por las acechanzas y las suposiciones insidiosas de las barajas.
Desde aquella noche, Aureliano se había refugiado en la ternura y la comprensión compasiva de la tatarabuela ignorada. Sentada en el mecedor de bejuco, ella evocaba el pasado, reconstruía la grandeza y el infortunio de la familia y el arrasado esplendor de Macondo, mientras Álvaro asustaba a los caimanes con sus carcajadas de estrépito, y Alfonso inventaba la historia truculenta de los alcaravanes que les sacaron los ojos a picotazos a cuatro clientes que se portaron mal la semana anterior, y Gabriel estaba en el cuarto de la mulata pensativa que no cobraba el amor con dinero, sino con cartas para un novio contrabandista que estaba preso al otro lado del Orinoco, porque los guardias fronterizos lo habían purgado y lo habían sentado luego en una bacinilla que quedó llena de mierda con diamantes. Aquel burdel verdadero, con aquella dueña maternal, era el mundo con que Aureliano había soñado en su prolongado cautiverio. Se sentía tan bien, tan próximo al acompañamiento perfecto, que no pensó en otro refugio la tarde en que Amaranta Úrsula le desmigajó las ilusiones. Fue dispuesto a desahogarse con palabras, a que alguien le zafara los nudos que le oprimían el pecho, pero sólo consiguió soltarse en un llanto fluido y cálido y reparador, en el regazo de Pilar Ternera. Ella lo dejó terminar, rascándole la cabeza con la yema de los dedos, y sin que él le hubiera revelado que estaba llorando de amor ella reconoció de inmediato el llanto más antiguo de la historia del hombre.
-Bueno, niñito -lo consoló-: ahora dime quién es.
Cuando Aureliano se lo dijo, Pilar Ternera emitió una risa profunda, la antigua risa expansiva que había terminado por parecer un cucurrucuteo de palomas. No había ningún misterio en el corazón de un Buendía que fuera impenetrable para ella, porque un siglo de naipes y de experiencia le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje.
-No te preocupes -sonrió-, En cualquier lugar en que esté ahora, ella te está esperando.
Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y una toalla enrollada en la cabeza como un turbante. La siguió casi en puntillas, tambaleándose de la borrachera y entró al dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada.
Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde Aureliano sabia que Gastón empezaba a escribir una carta.
-Vete -dijo sin voz.
Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las des manos, como una maceta de begonias, y la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado
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en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran des amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centre de gravedad, la sembró en su sitie, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y les globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte. Apenas tuve tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.
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XX
Pilar Ternera murió en el mecedor de bejuco, una noche de fiesta, vigilando la entrada de su paraíso. De acuerdo con su última voluntad, la enterraron sin ataúd, sentada en el mecedor que ocho hombres bajaron con cabuyas en un hueco enorme, excavado en el centro de la pista de baile. Las mulatas vestidas de negro, pálidas de llanto, improvisaban oficios de tinieblas mientras se quitaban los aretes, los prendedores y las sortijas, y los iban echando en la fosa, antes de que la sellaran con una lápida sin nombre ni fechas y le pusieran encima un promontorio de camelias amazónicas. Después de envenenar a los animales, clausuraron puertas y ventanas con ladrillos y argamasa, y se dispersaron por el mundo con sus baúles de madera, tapizados por dentro con estampas de santos, cromos de revistas y retratos de novios efímeros, remotos y fantásticos, que cagaban diamantes, o se comían a los caníbales, o eran coronados reyes de barajas en altamar.
Era el final. En la tumba de Pilar Ternera, entre salmos y abalorios de putas, se pudrían los escombros del pasado, los pocos que quedaban después de que el sabio catalán remató la librería y regresó a la aldea mediterránea donde había nacido, derrotado por la nostalgia de una primavera tenaz. Nadie hubiera podido presentir su decisión. Había llegado a Macondo en el esplendor de la compañía bananera, huyendo de una de tantas guerras, y no se le había ocurrido nada más práctico que instalar aquella librería de incunables y ediciones originales en varios idiomas, que los clientes casuales bojeaban con recelo, como si fueran libros de muladar, mientras esperaban el turno para que les interpretaran los sueños en la casa de enfrente. Estuvo media vida en la calurosa trastienda, garrapateando su escritura preciosista en tinta violeta y en hojas que arrancaba de cuadernos escolares, sin que nadie supiera a ciencia cierta qué era lo que escribía. Cuando Aureliano lo conoció tenía dos cajones llenos de aquellas páginas abigarradas que de algún modo hacían pensar en los pergaminos de Melquíades, y desde entonces hasta cuando se fue había llenado un tercero, así que era razonable pensar que no había hecho nada más durante su permanencia en Macondo. Las únicas personas con quienes se relacionó fueron los cuatro amigos, a quienes les cambió por libros los trompos y las cometas, y los puso a leer a Séneca y a Ovidio cuando todavía estaban en la escuela primaria. Trataba a los clásicos con una familiaridad casera, como si todos hubieran sido en alguna época sus compañeros de cuarto, y sabia muchas cosas que simplemente no se debían saber, como que San Agustín usaba debajo del hábito un jubón de lana que no se quitó en catorce años, y que Arnaldo de Vilanova, el nigromante, se volvió impotente desde niño por una mordedura de alacrán. Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera. Ni sus propios manuscritos estaban a salvo de esa dualidad. Habiendo aprendido el catalán para traducirlos, Alfonso se metió un rollo de páginas en los bolsillos, que siempre tenía llenos de recortes de periódicos y manuales de oficios raros, y una noche los perdió en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre. Cuando el abuelo sabio se enteró, en vez de hacerle el escándalo temido comentó muerto de risa que aquel era el destino natural de la literatura. En cambio, no hubo poder humano capaz de persuadirlo de que no se llevara los tres cajones cuando regresó a su aldea natal, y se soltó en improperios cartagineses contra los inspectores del ferrocarril que trataban de mandarlos como carga, hasta que consiguió quedarse con ellos en el vagón de pasajeros. «El mundo habrá acabado de joderse -dijo entonces- el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga.» Eso fue lo último que se le oyó decir. Había pasado una semana negra con los preparativos finales del viaje, porque a medida que se apro-ximaba la hora se le iba descomponiendo el humor, y se le traspapelaban las intenciones, y las cosas que ponía en un lugar aparecían en otro, asediado por los mismos duendes que ator-mentaban a Fernanda.
-Collons -maldecía-. Me cago en el canon 27 del sínodo de Londres.
Germán y Aureliano se hicieron cargo de él. Lo auxiliaron como a un niño, le prendieron los pasajes y los documentos migratorios en los bolsillos con alfileres de nodriza, le hicieron una lista pormenorizada de lo que debía hacer desde que saliera de Macondo hasta que desembarcara en Barcelona, pero de todos modos echó a la basura sin darse cuenta un pantalón con la mitad de su dinero. La víspera del viaje, después de clavetear los cajones y meter la ropa en la misma maleta
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con que había llegado, frunció sus párpados de almejas, señaló con una especie de bendición procaz los montones de libros con los que habla sobrellevado el exilio, y dijo a sus amigos:
-¡Ahí les dejo esa mierda!
Tres meses después se recibieron en un sobre grande veintinueve cartas y más de cincuenta retratos, que se le habían acumulado en los ocios de altamar. Aunque no ponía fechas, era evidente el orden en que había escrito las cartas. En las primeras contaba con su humor habitual las peripecias de la travesía, las ganas que le dieron de echar por la borda al sobrecargo que no le permitió meter los tres cajones en el camarote, la imbecilidad lúcida de una señora que se aterraba con el número 13, no por superstición sino porque le parecía un número que se había quedado sin terminar, y la apuesta que se ganó en la primera cena porque reconoció en el agua de a bordo el sabor a remolachas nocturnas de los manantiales de Lérida. Con el transcurso de los días, sin embargo, la realidad de a bordo le importaba cada vez menos, y hasta los acontecimientos más recientes y triviales le parecían dignos de añoranza, porque a medida que el barco se alejaba, la memoria se le iba volviendo triste. Aquel proceso de nostalgización pro-gresiva era también evidente en los retratos. En los primeros parecía feliz, con su camisa de inválido y su mechón nevado, en el cabrilleante octubre del Caribe. En los últimos se le veía con un abrigo oscuro y una bufanda de seda, pálido de sí mismo y taciturnado por la ausencia, en la cubierta de un barco de pesadumbre que empezaba a sonambular por océanos otoñales. Germán y Aureliano le contestaban las cartas. Escribió tantas en los primeros meses, que se sentían entonces más cerca de él que cuando estaba en Macondo, y casi se aliviaban de la rabia de que se hubiera ido. Al principio mandaba a decir que todo seguía igual, que en la casa donde nació estaba todavía el caracol rosado, que los arenques secos tenían el mismo sabor en la yesca de pan, que las cascadas de la aldea continuaban perfumándose al atardecer. Eran otra vez las hojas de cuaderno rezurcidas con garrapatitas moradas, en las cuales dedicaba un párrafo especial a cada uno. Sin embargo, y aunque él mismo no parecía advertirlo, aquellas cartas de recuperación y estímulo se iban transformando poco a poco en pastorales de desengaño. En las noches de invierno, mientras hervía la sopa en la chimenea, añoraba el calor de su trastienda, el zumbido del sol en los almendros polvorientos, el pito del tren en el sopor de la siesta, lo mismo que añoraba en Macondo la sopa de invierno en la chimenea, los pregones del vendedor de café y las alondras fugaces de la primavera. Aturdido por dos nostalgias enfrentadas como dos espejos, perdió su maravilloso sentido de la irrealidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaran cuanto él les había enseñado del mundo y del corazón humano, que se cagarán en Horacio, y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que et pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda la primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.
Álvaro fue el primero que atendió el consejo de abandonar a Macondo. Lo vendió todo, hasta el tigre cautivo que se burlaba de los transeúntes en el patio de su casa, y compró un pasaje eterno en un tren que nunca acababa de viajar. En las tarjetas postales que mandaba desde las estaciones intermedias, describía a gritos las imágenes instantáneas que había visto por la ventanilla del vagón, y era como ir haciendo trizas y tirando al olvido el largo poema de la fugacidad: los negros quiméricos en los algodonales de la Luisiana, los caballos alados en la hierba azul de Kentucky, los amantes griegos en el crepúsculo infernal de Arizona, la muchacha de suéter rojo que pintaba acuarelas en los lagos de Michigan, y que le hizo con los pinceles un adiós que no era de despedida sino de esperanza, porque ignoraba que estaba viendo pasar un tren sin regreso. Luego se fueron Alfonso y Germán, un sábado, con la idea de regresar el lunes, y nunca se volvió a saber de ellos. Un año después de la partida del sabio catalán, el único que quedaba en Macondo era Gabriel, todavía al garete, a merced de la azarosa caridad de Nigromanta, y contestando los cuestionarios del concurso de una revista francesa, cuyo premio mayor era un viaje a París. Aureliano, que era quien recibía la suscripción, lo ayudaba a llenar los formularios, a veces en su casa, y casi siempre entre los pomos de loza y el aire de valeriana de la única botica que quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel. Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto pero sin acabar de acabarse jamás. El pueblo había llegado a tales extremos de inactividad, que cuando Gabriel ganó el concurso y se fue a París con dos mudas de ropa, un par de zapatos y las obras completas de Rabelais, tuvo que hacer señas al maquinista para que el tren se detuviera a
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recogerlo. La antigua calle de los Turcos era entonces un rincón de abandono, donde los últimos árabes se dejaban llevar hacia la muerte por la costumbre milenaria de sentarse en la puerta, aunque hacia muchos años que habían vendido la última yarda de diagonal, y en las vitrinas sombrías solamente quedaban los maniquíes decapitados. La ciudad de la compañía bananera, que tal vez Patricia Brown trataba de evocar para sus nietos en las noches de intolerancia y pepinos en vinagre de Prattville, Alabama, era una llanura de hierba silvestre. El cura anciano que había sustituido al padre Ángel, y cuyo nombre nadie se tomó el trabajo de averiguar, esperaba la piedad de Dios tendido a la bartola en una hamaca, atormentado por la artritis y el insomnio de la duda, mientras los lagartos y las ratas se disputaban la herencia del templo vecino. En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra.
Gastón había vuelto a Bruselas. Cansado de esperar el aeroplano, un día metió en una maletita las cosas indispensables y su archivo de correspondencia y se fue con el propósito de regresar por el aire, antes de que sus privilegios fueran cedidos a un grupo de aviadores alemanes que habían presentado a las autoridades provinciales un proyecto más ambicioso que el suyo. Desde la tarde del primer amor, Aureliano y Amaranta Úrsula habían seguido aprovechando los escasos descuidos del esposo, amándose con ardores amordazados en encuentros azarosos y casi siempre interrumpidos por regresos imprevistos. Pero cuando se vieron solos en la casa sucumbieron en el delirio de los amores atrasados. Era una pasión insensata, desquiciante, que hacía temblar de pavor en su tumba a los huesos de Fernanda, y los mantenía en un estado de exaltación per-petua. Los chillidos de Amaranta Úrsula, sus canciones agónicas, estallaban lo mismo a las dos de la tarde en la mesa del comedor, que a las dos de la madrugada en el granero. «Lo que más me duele -reía- es tanto tiempo que perdimos.» En el aturdimiento de la pasión, vio las hormigas devastando el jardín, saciando su hambre prehistórica en las maderas de la casa, y vio el torrente de lava viva apoderándose otra vez del corredor, pero solamente se preocupó de combatirlo cuando lo encontró en su dormitorio. Aureliano abandonó los pergaminos, no volvió a salir de la casa, y contestaba de cualquier modo las cartas del sabio catalán. Perdieron el sentido de la realidad, la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos. Volvieron a cerrar puertas y ventanas para no demorarse en trámites de desnudamientos, y andaban por la casa como siempre quiso estar Remedios, la bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del patio, y una tarde estuvieron a punto de ahogarse cuando se amaban en la alberca. En poco tiempo hicieron más estragos que las hormigas coloradas: destrozaron los muebles de la sala, rasgaron con sus locuras la hamaca que había resistido a los tristes amores de campamento del coronel Aureliano Buendía, y destriparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse en tempestades de algodón. Aunque Aureliano era un amante tan feroz como su rival, era Amaranta Úrsula quien comandaba con su ingenio disparatado y su voracidad lírica aquel paraíso de desastres, como si hubiera concentrado en el amor la indómita energía que la tatarabuela consagró a la fabricación de animalitos de caramelo. Además, mientras ella cantaba de placer y se moría de risa de sus propias invenciones, Aureliano se iba haciendo más absorto y callado, porque su pasión era ensimismada y calcinante. Sin embargo, ambos llegaron a tales extremos de virtuosismo, que cuando se agotaban en la exaltación le sacaban mejor partido al cansancio. Se entregaron a la idolatría de sus cuerpos, al descubrir que los tedios del amor tenían posibilidades inexploradas, mucho más ricas que las del deseo. Mientras él amasaba con claras de huevo los senos eréctiles de Amaranta Úrsula, o suavizaba con manteca de coco sus muslos elásticos y su vientre aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura de Aureliano, y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado. Una noche se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones en almíbar, se lamieron como perros y se amaron como locos en el piso del corredor, y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a devorarlos vivos.
En las pausas del delirio Amaranta Úrsula contestaba las cartas de Gastón. Lo sentía tan distante y ocupado, que su regreso le parecía imposible. En una de las primeras cartas él contó que en realidad sus socios habían mandado el aeroplano, pero que una agencia marítima de Bruselas lo había embarcado por error con destino a Tanganyika, donde se lo entregaron a la dispersa comunidad de los Makondos. Aquella confusión ocasionó tantos contratiempos que
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solamente la recuperación del aeroplano podía tardar dos años. Así que Amaranta Úrsula descartó la posibilidad de un regreso inoportuno. Aureliano, por su parte, no tenía más contacto con el mundo que las cartas del sabio catalán, y las noticias que recibía de Gabriel a través de Mercedes, la boticaria silenciosa. Al principio eran contactos reales. Gabriel se había hecho reembolsar el pasaje de regreso para quedarse en París, vendiendo los periódicos atrasados y las botellas vacías que las camareras sacaban de un hotel lúgubre de la calle Dauphine. Aureliano podía imaginarlo entonces con un suéter de cuello alto que sólo se quitaba cuando las terrazas de Montparnasse se llenaban de enamorados primaverales, y durmiendo de día y escribiendo de noche para confundir el hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidas donde había de morir Rocamadour. Sin embargo, sus noticias se fueron haciendo poco a poco tan inciertas, y tan esporádicas y melancólicas las cartas del sabio, que Aureliano se acostumbró a pensar en ellos como Amaranta Úrsula pensaba en su marido, y ambos quedaron flotando en un universo vacío, donde la única realidad cotidiana y eterna era el amor.
De pronto, como un estampido en aquel mundo de inconsciencia feliz, llegó la noticia del regreso de Gastón. Aureliano y Amaranta Úrsula abrieron lo ojos, sondearon sus almas, se miraron a la cara con la mano en el corazón, y comprendieron que estaban tan identificados que preferían la muerte a la separación. Entonces ella le escribió al marido una carta de verdades contradictorias, en la que le reiteraba su amor y sus ansias de volver a verlo, al mismo tiempo que admitía como un designio fatal la imposibilidad de vivir sin Aureliano. Al contrario de lo que ambos esperaban, Gastón les mandó una respuesta tranquila, casi paternal, con dos hojas enteras consagradas a prevenirlos contra las veleidades de la pasión, y un párrafo final con votos inequívocos por que fueran tan felices como él lo fue en su breve experiencia conyugal. Era una actitud tan imprevista, que Amaranta Úrsula se sintió humillada con la idea de haber proporcionado al marido el pretexto que él deseaba para abandonarla a su suerte. El rencor se le agravó seis meses después, cuando Gastón volvió a escribirle desde Leopoldville, donde por fin había recibido el aeroplano, sólo para pedir que le mandaran el velocípedo, que de todo lo que había dejado en Macondo era lo único que tenía para él un valor sentimental. Aureliano sobrellevó con paciencia el despecho de Amaranta Úrsula, se esforzó por demostrarle que podía ser tan buen marido en la bonanza como en la adversidad, y las urgencias cotidianas que los asediaban cuando se les acabaron los últimos dineros de Gastón crearon entre ellos un vínculo de solidaridad que no era tan deslumbrante y capitoso como la pasión, pero que les sirvió para amarse tanto y ser tan felices como en los tiempos alborotados de la salacidad. Cuando murió Pilar Ternera estaban esperando un hijo.
En el sopor del embarazo, Amaranta Úrsula trató de establecer una industria de collares de vértebras de pescados. Pero a excepción de Mercedes, que le compró una docena, no encontró a quién vendérselos. Aureliano tuvo conciencia por primera vez de que su don de lenguas, su sabiduría enciclopédica, su rara facultad de recordar sin conocerlos los pormenores de hechos y lugares remotos, eran tan inútiles como el cofre de pedrería legítima de su mujer, que entonces debía valer tanto como todo el dinero de que hubieran podido disponer, juntos, los últimos habitantes de Macondo. Sobrevivían de milagro. Aunque Amaranta Úrsula no perdía el buen humor, ni su ingenio para las travesuras eróticas, adquirió la costumbre de sentarse en el corredor después del almuerzo, en una especie de siesta insomne y pensativa. Aureliano la acompañaba. A veces permanecían en silencio hasta el anochecer, el uno frente a la otra, mirándose a los ojos, amándose en el sosiego con tanto amor como antes se amaron en el escándalo. La incertidumbre del futuro les hizo volver el corazón hacia el pasado. Se vieron a sí mismos en el paraíso perdido del diluvio, chapaleando en los pantanos del patio, matando lagartijas para colgárselas a Úrsula, jugando a enterrarla viva, y aquellas evocaciones les revelaron la verdad de que habían sido felices juntos desde que tenían memoria. Profundizando en el pasado, Amaranta Úrsula recordó la tarde en que entró al taller de platería y su madre le contó que el pequeño Aureliano no era hijo de nadie porque había sido encontrado flotando en una canastilla. Aunque la versión les pareció inverosímil, carecían de información para sustituirla por la verdadera. De lo único que estaban seguros, después de examinar todas las posibilidades, era de que Fernanda no fue la madre de Aureliano. Amaranta Úrsula se inclinó a creer que era hijo de Petra Cotes, de quien sólo recordaba fábulas de infamia, y aquella suposición les produjo en el alma una torcedura de horror.
Atormentado por la certidumbre de que era hermano de su mujer, Aureliano se dio una escapada a la casa cural para buscar en los archivos rezumantes y apolillados alguna pista cierta
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de su filiación. La partida de bautismo más antigua que encontró fue la de Amaranta Buendía, bautizada en la adolescencia por el padre Nicanor Reyna, por la época en que éste andaba tratando de probar la existencia de Dios mediante artificios de chocolate. Llegó a ilusionarse con la posibilidad de ser uno de los diecisiete Aurelianos, cuyas partidas de nacimiento rastreó a través de cuatro tomos, pero las fechas de bautismo eran demasiado remotas para su edad. Viéndolo extraviado en laberintos de sangre, trémulo de incertidumbre, el párroco artrítico que lo observaba desde la hamaca le preguntó compasivamente cuál era su nombre.
-Aureliano Buendía -dijo él.
-Entonces no te mates buscando -exclamó el párroco con una convicción terminante-. Hace muchos años hubo aquí una calle que se llamaba así, y por esos entonces la gente tenía la costumbre de ponerles a los hijos los nombres de las calles.
Aureliano tembló de rabia.
-¡Ah! -dijo-, entonces usted tampoco cree.
-¿En qué?
-Que el coronel Aureliano Buendía hizo treinta y dos guerras civiles y las perdió todas -contestó Aureliano-. Que el ejército acorraló y ametralló a tres mil trabajadores, y que se llevaron los cadáveres para echarlos al mar en un tren de doscientos vagones.
El párroco lo midió con una mirada de lástima.
-Ay, hijo suspiró-. A mi me bastaría con estar seguro de que tú y yo existimos en este momento.
De modo que Aureliano y Amaranta Úrsula aceptaron la versión de la canastilla, no porque la creyeran, sino porque los ponía a salvo de sus terrores. A medida que avanzaba el embarazo se iban convirtiendo en un ser único, se integraban cada vez más en la soledad de una casa a la que sólo le hacía falta un último soplo para derrumbarse. Se habían reducido a un espacio esencial, desde el dormitorio de Fernanda, donde vislumbraron los encantos del amor sedentario, (…)
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